Número uno.

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Los pasos resonaron bajo sus pies por el amplio pasillo que lo acercaba cada vez más a la habitación ubicada en uno de los lugares más escondidos de la residencia. El silencio reinaba a su alrededor, más allá de su ágil caminar, aunque hasta sus oídos llegaban algunas risas y murmullos provenientes de la sala oculta, en el subsuelo, donde se encargaba de recibir a aquellas visitas especiales.

Los nudillos del vampiro, el máximo líder y el que se había ganado su poder en batallas sacrificando la insignificante integridad restante de su alma deteriorada, golpearon la puerta de madera oscura y antigua. Era un gesto inútil, pero tenía literalmente todo el tiempo del universo. Su actitud cuidada y aparentemente educada con la criatura femenina, que se encontraba del otro lado de la puerta, era producto de enseñanzas que habían quedado soldadas a sus huesos después de varios siglos, pero se contradecían a causa de su naturaleza animal.

Y aunque no lo admitiera, había algo en ella que era su debilidad, algo que lo hundía en el lugar más recóndito de su existencia.

Pero quien estaba al otro lado de la puerta no pensaba igual, ella no sentía el más mínimo aprecio por el vampiro, ni siquiera sentía una ventaja estar a su lado, no había debilidad que ablandara su corazón en cuanto a la relación de ambos.

Minnow no confiaba en nadie allí, había aprendido, con el paso de los años, que los vampiros eran seres rastreros, astutos y que siempre buscaban un beneficio propio; todas sus acciones se basaban en eso. Ni siquiera confiaba ciegamente en Segod, y eso incluso podía parecer irónico.

La joven se levantó de la cama y caminó con rapidez para abrir la puerta; tragó saliva, inspiró por la nariz con delicadeza y agachó la mirada al suelo a la espera de que le indicara en que podía servirle esta vez.

Aquel gesto era una muestra de que ella jamás se olvidaba de quien mandaba, y eso estaba bien, por muchos privilegios que Minnow tuviera, jamás estaría a la altura de Segod. Aquellos pensamientos fueron interrumpidos por el perfume, dulce y cálido de la muchacha, golpeando de llenó los sentidos del vampiro, deleitándolo. Sus ojos azules recorrieron la figura curvilínea frente a él y solo bastó un movimiento de su mano, en el aire, para que otros pasos comenzaran a acercarse por el pasillo. A diferencia de los que él había marcado, los que interrumpieron el pulcro silencio fueron más rápidos y agudos, indicando que eran zapatos de tacón.

—Amo —saludó la empleada, de la misma raza, que sostenía una caja rectangular negra envuelta en un deslumbrante lazo rojo.

Minnow la aceptó levantando solo la vista para observar el paquete;

“Otro regalo” pensó.

Había perdido la cuenta de todos los presentes que había acumulado durante años y ninguno era más especial que el anterior, todos iguales, buscando comprar su agrado.

La portadora del regalo, al observar que Segod ni siquiera la miraba, tuvo que tensionar su mandíbula, claramente aquella inmortal no estaba feliz con la presencia de Minnow  en la mansión, aunque con lo que no estaba nada de acuerdo era con los lujos que ella tenía, los beneficios que poseía sin haberse ganado el derecho a ellos; pero era inteligente, lo suficiente para saber que solo Segod podía jugar con Minnow, en todos los sentidos. La mujer de cabello rubio y ojos pardos emprendió su camino de ida más rápido de lo que había aparecido.

En los labios del líder se formó una irónica sonrisa, porque conocía muy bien a quién había traído el regalo y lo que pensaba de Minnow, carraspeó y caminó hacia dentro, haciendo retroceder a la joven y cerrando la puerta tras de sí, apoyando allí su espalda.

—Colócatelo —murmuró con un claro tono de orden—. Aquí —aclaró con sus ojos observando el rostro, incluida la mirada esquiva de la joven.

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