De perder la conexión

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Tras tomar la enésima curva, miró la pantalla del móvil. Le dio un toque suave con el pulgar y ésta se iluminó, daba la hora y la fecha, pero no encontraba cobertura. Había sido así desde que habían salido de la carretera principal, era la maldición de las carreteras secundarias. Al principio iba y venía, aunque había acabado por desaparecer del todo, él no abandonaba la ilusión de poder conectarse al mundo moderno de nuevo. Tirando el teléfono sobre la guantera, el joven bufó y crispó con desesperación los dedos sobre el volante de su Seat. Sospechaba que aquella mañana iba a ser una perdida de tiempo. No, no lo sospechaba, de hecho Rafa estaba totalmente convencido. Astrid le había obligado a ir, aunque para ser justos había que decir que se lo había propuesto con aquella mirada de cachorrita, a lo que ella sabía que no se podía negar. A él le hubiese gustado más pasar un sábado en casa, quizás en chandal jugando a la consola, quizás haciendo nada, pero no yendo al culo del mundo a salvar su maltrecha relación. Y es que eso era lo que estaban haciendo. Pero ninguno de los dos lo decía nunca en voz alta, no fuese que al nombrar a los monstruos éstos se hiciesen reales.

Astrid había leído en algún Cosmopolitan, o en alguna Elle, que hacer cosas como aquellas, sencillas pero que necesitasen de la implicación de ambos, eran lo que arreglaba cualquier relación defectuosa, y que los dioses bajasen a la tierra si la suya no estaba ya en las últimas. Así que obedeciendo a pies juntillas a las gurús del papel couche, y desde hacía unas semanas, lo había estado arrastrando sin piedad a mercadillos, teatros, conciertos y cualquier evento interesante que se celebrase en un radio de cien kilómetros. Que no estaban en su mejor momento era cierto como que en agosto hace calor. Ambos lo sabían. Y bien cierto era también que aquellos súper consejos no ayudaban en nada. Rafa recordó el día en el que se habían conocido, hacía ya unos seis años, en un bar durante una fiesta universitaria. Él fue allí con unos amigos, y ella estaba allí también con unas amigas, en aquel momento todo fue tan simple como dirigirse una mirada, con aquello ambos tuvieron suficiente. Él no estudiaba en la universidad, era uno de esos licenciados de la calle, pero ella estaba terminando su tesis doctoral en literatura. Astrid, con aquella belleza serena, había venido desde Francia para doctorarse aquí. Estaba sentada en una mesa al fondo del local, era una muchacha delgada y menuda de cabello liso y castaño, se la veía tímida incluso desde lejos. Rafa, con sus ojos verdes y su atractivo demoledor, se le acercó y se las ingenió para hablar con ella, y al oírla pronunciar su nombre con aquel acento tan sensual, supo que podría enamorarse perdidamente de Astrid. Ella se sintió afortunada, ya nunca se había considerado gran cosa, y ahora el chico más guapo del bar la había elegido a ella entre todas las demás. Rafa la llevó a su casa, y Astrid conoció una noche de sexo y placer como jamás habría imaginado. Él le dio a conocer un universo – dentro de ella misma – que le era totalmente desconocido, y eso a ella la fascinó. Después de aquella primera noche las cosas entre ellos fueron rápidas. Astrid resultó ser una chica inteligente, pero muy lejos del estereotipo de francesa con carácter, Rafa descubrió que era más bien modosa y maleable. Aún así se sintió cómodo con ella desde el minuto cero. Astrid se enamoró perdidamente de él. No le importó fijar su residencia permanente en el piso de su nuevo novio, asumió alegremente que quizás nunca volvería a su tierra natal, y se entregó por completo a la pasión de desprendían los ojos verdes de Rafa. Y es que aunque ella no era una belleza espectacular, él se las podía dar de guapo. Astrid era menuda y delgada, con un pelo panocho y lacio, Rafa en cambio era alto, un cuerpo bien moldeado, moreno de piel y cabello, ojos profundos, y una cara de anuncio de revista. Eran una pareja curiosa, y como le dijo una buena amiga: todas las feas tienen suerte. Con los altibajos que traía la combinación del fuerte carácter de él, y la laxitud de ella, estuvieron juntos desde entonces. Él trabajaba en una oficina del centro, por su parte ella había conseguido doctorarse, pronto conseguiría un puesto en la universidad, y estaba terminando su primer libro.

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