vie.

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Ava atravesó la inmensa biblioteca de su padre, en busca de un libro adecuado para leer en la mañana.
El sol se había despertado con ella, había logrado ver el amanecer, justo en el este.
Lo vio aunque estuviera muy nublado. Algunas veces le decían que podía ver cosas que nadie mas veía, tal vez por su optimismo, o por sus delirios. Ella también lo creía así.

París era una fiesta, fue el libro que escogió. Sentó su trasero en el sillón rojo de Papi, sin embargo, no notó al nombrado sino cuando acostó su cabeza en el respaldar.

--Bon jour, mi princesa. ¿Has desayunado?--negó, para después abrir el libro en el último capítulo. Era una costumbre de ella, siempre quería saberlo todo. Papi traía té blanco con mangostino, su favorito para los días de otoño.

Era un domingo muy peculiar, especialmente por la clase de piano que en la tarde tenía.
Inventaría algo para no realizarla, sólo quería dormir.
O ir de compras.

--Papi, ¿le has dicho a Nono que no quiero dar clases de piano?--preguntó al terminar de leer el último apartado del libro. Sus páginas estaban algo desgastadas, hace muchos años que Nono lo había comprado.

Nono era estricta, dura, rígida, aburrida, etcétera.
Muchas cualidades se le ocurrían a Ava para describir a su mamá. Pero ella la amaba, un poco en secreto y un poco en público.

Se levantó del sillón, dispuesta a darse un relajante baño de burbujas, con esa agua de rosas que había comprado el sábado pasado.
En la Île Saint-Louis nunca pasaba nada interesante, allí era muy calmado. Algo que en parte detestaba Ava, cuyo apetito por la aventura nunca podía ser correctamente saciado.
Así que, en cierta parte, lo desgastaba yendo de compras, algo que, enserio, enserio disfrutaba hacer.

Caminó descalza por toda la clara madera del suelo de su mansión, algo que odiaba Nono.
Beatrice siempre le gritaba cuando hacía eso, y por consiguiente, hacía reír a Ava.
Era una rebelde en sus pensamientos, le gustaba serlo.
Su risa contrastó los gritos de Nono Beatrice.

Cuando llegó a su baño, no perdió el tiempo y se desvistió ipso facto.
Bailoteó un poco, sus caderas estaban sueltas por consecuencia de lo que hacía cada noche sin falta.

Agarró el agua de rosas, abrió la botella e hizo su travesura del día: derramó toda el agua en el piso fuera del baño, en su habitación. El poco que quedaba, lo echó a la bañera.
Baño líquido, agua, un poco de perfume y un poquito menos de esencia de vainilla. Era su secreto, así olía delicioso durante todo el día.
Durante toda la noche.

Se sumergió en la bañera, llena de burbujas; empezó a cantar con fuerza esa canción.
¿Cómo se llamaba? Sí, Dominique.
Le gustaba desde que tenía 5 años y fue a la iglesia por vez primera.

En realidad, no había vuelto. Le había gustado, pero no había vuelto.
Cuando cumplió 11 años, la obligaron a aislarse del mundo que conocía.
No volvió a oír esa canción en la iglesia.

Ava sacudió la cabeza, alejando la nostalgia. La vida seguía, algún día iba a poder salir de París, tal vez conocer Roma.

Un grito de emoción salió de sus pulmones; movió los brazos y las piernas en un completo frenesí.
Terminó, y ella sabía, aunque no tenía un reloj en el cuarto, que ni siquiera había pasado una hora.
Se vistió con un corto vestidito de algodón, con osos rosados y flores azules.

Eso lo tenía desde sus muy fresas 12 años, y no había dejado de quedarle.
Claro, ella no había engordado un poquitín desde ese suceso del que nadie debía enterarse. Pero sí que había crecido, tanto lo había hecho, que podían verse sólo algunas cicatrices de estrías en sus muslos.

EuthanasiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora