IV

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Decir que no estaba nervioso era una mentira tan descarada que nadie se la creería.

A pesar de que practicó mucho en la clínica el uso de su bastón, el miedo a tropezar y lastimarse seriamente le seguía a todas partes y en todo momento, pero tenía ganas de salir y enfrentarse al mundo. Quería empezar a conocer su entorno, afrontar la vida de nuevo y tener un poco más de libertad.

Cuando cruzaron las puertas principales del hospital —tras despedirse de los médicos y enfermeras y prometer volver el lunes—, James sintió que su corazón se detuvo al sentir la brisa acariciar su cuerpo y mover su cabello. Reconoció el débil aroma al césped y escuchó el sonido de las hojas contra el viento. Algunos autos pasaron unos cuantos pasos más adelante. Podía oír las ruedas deslizarse sobre el cemento y levantar pequeñas piedras de tierra. Escuchó algunas voces cruzarse, pero no se concentró en lo que decían, sino que intentó ubicarlas para no tropezar con sus dueños.

—¿Estás listo, James? —Oyó que preguntaba su madre a su izquierda, sosteniéndole del brazo.

—Sí —le contestó tras un instante, inclinando su rostro hacia donde creía que estaba—. Sólo es... un poco extraño. Intento acostumbrarme a tantos sonidos y olores.

—Toma todo el tiempo que necesites, cielo —le dijo, quizás con una sonrisa—. Avísame cuando quieras avanzar.

—No, está bien. Sigamos. ¿No nos está esperando el taxi?

—Debería de estar aquí ya —dijo su hermana a su derecha—. Me adelantaré y checaré que no esté aparcado muy lejos.

—Vale, cariño —asintió su madre, y oyó los pasos apresurados de Anna alejarse. James se adelantó unos pasos lentos, intentando guiarse con su bastón y sosteniéndose de su madre. El corazón le latía muy fuerte en el pecho—. Cuidado, aquí hay tres escalones.

Sonrió ante la ayuda. Los bajó con dificultad y luego continuaron avanzando. Sus pasos comenzaron a ser un poco más seguros conforme se movía. Tenía a su madre a su lado y ella no le dejaría caer. Además, tenía el bastón y la gente notaría su ceguera y seguro que se apartaría para cederle el paso. Si bien aún no disponía de la movilidad total de su cuerpo —tenía movimientos torpes y lentos—, estaba bastante conforme con sus avances que para él eran muy grandes: podía caminar, podía tocar el piano, podía hablar —aunque bastante lento— y ahora se alimentaba solo. No pudo evitar sonreír con sólo pensarlo.

—Ya llegamos. El taxi está aquí.

Su madre se alejó un momento para colocar las maletas en el portaequipaje. Su hermana le abrió la puerta y le indicó que tuviera cuidado; rechazó su ayuda para subirse, puesto que quería intentar hacerlo solo. Plegó su bastón y, con sus manos, se guió por las dimensiones de la puerta para, al agacharse, evitar chocar su cabeza contra la parte superior.

Una vez sentado —y con una gran sonrisa al rostro—, permaneció pulcramente erguido esperando a los demás. Saludó al taxista y luego sintió las tres puertas cerrarse. Primero la suya, a su derecha, luego la del conductor y finalmente la de la izquierda, en donde su madre y su hermana se habían ubicado.

El viaje de regreso a casa inició. De la radio del taxista se escuchaba una música alegre que no reconocía, el débil aroma a lavanda le cosquilleó la nariz y el mullido asiento aplacó su nerviosismo. Escuchó con poca atención la conversación de su madre con su hermana. Estaba algo concentrado en intentar medir las distancias que recorrían, pero era algo difícil. Al final fueron doce canciones y trece comerciales.

Cuando llegó el momento de bajarse, James utilizó el mismo método que al subir. Dio un ligero tropezón con el borde de la acera, pero, gracias a los rápidos reflejos de Anna, evitó caer. Plegó su bastón de inmediato e intentó que aquello no le desanimara.

Punto y coma, punto y aparteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora