Él

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¿Alguna vez has tenido profesores de esos que no te dejan vivir? ¿A cuyos funerales has deseado asistir con fervor, pero a los que este sistema de mierda (que no fomenta el homicidio voluntario) no te deja matar? A mí misma me costaba hasta imaginar que existieran, ya que no había tenido ninguno... hasta ese día. El comienzo de curso de mi último año de bachillerato. El momento en el que mi vida se fue a tomar por saco.

Debería haber imaginado que el día no me iría demasiado bien. Me levanté, con los "dulces y relajantes" gritos de mi hermano pequeño, que había perdido su peluche (un fardo raído y descolorido que me hace plantearme si hay ratones en mi casa, porque ese grado de decadencia ya no es ni medio normal), y me arrastré hacia las escaleras, con tan mala suerte que apoyé mal el pie y estuve a punto de caerme. Me dirigí a por mi desayuno, que podía confeccionar a partir de la enorme variedad de tres yogures naturales no edulcorados y un bollo duro como una piedra.

Nada me atraía demasiado, así que opté por no desayunar e irme directamente al aseo matutino, con el propósito de largarme rápidamente. Al llegar a la escuela, vi a un señor de unos treinta y pocos, de piel morena y rasgos muy marcados. Tenía cierto atractivo, y daba un apretón de manos al director; aunque no pude fijarme mucho en él, ya que pronto sonó el timbre que señalaba el inicio de las clases.

Tras la clase de matemáticas, una apasionante hora con la nueva y genial profesora de física, y una interminable charla de la profesora de inglés sobre lo importantes que son los idiomas, entró Él por la puerta, pero su aspecto era diferente: sus mandíbulas estaban apretadas, y parecía tenso.

Paseó durante cinco largos minutos entre las mesas, observándonos, analizando a cada uno (y no sé a ti, pero a mí esas cosas me dan muy mal rollo, sobre todo el modo en el que a mí pareció dedicarme segundos extra) y se detuvo frente a la pizarra. Escribió "Eduardo" en escritura apretada y puntiaguda, y nos dijo:

-Señores, este que ven es mi nombre. Soy Eduardo Ramírez, y seré su profesor de literatura. Debo advertirles de mi falta de paciencia: soy extremadamente intolerante con los holgazanes, los graciosillos y los que piensan que serán capaces de aprobar sin estudiar. Los que pretendan ir como pollos sin cabeza por mi clase, alborotando y distrayendo a los demás, recibirán no solo una amonestación, o parte de incidencias, dependiendo de la gravedad del comportamiento; sino también un castigo a medida diseñado por mí mismo. ¿Alguna pregunta?

Después de eso, el atractivo que podía haberle visto en nuestro primer encuentro desapareció, y solo me quedó la sensación de que mis piernas habían adquirido de repente la fortaleza del peluche de mi hermano.

Las primeras semanas fueron relativamente normales: el miedo que nos había metido a todos nos mantenía a raya, y nadie le daba razones para molestarse. Sin embargo, llegó octubre, y con él, los favoritismos: dependiendo de quién fuera el que causara la infracción, el castigo era variable. Recuerdo la vergüenza que mi mejor amiga sufrió tras dedicar el descanso a cumplir su castigo por pasar una nota: correr un kilómetro alrededor del patio sin descanso. Entró muy mareada en clase de francés, riéndose tontamente, mientras el sudor le caía a goterones por las mejillas, y no pudo evitar dar un traspiés y acabar pegándosela ante la mirada reprobatoria de la maestra, quien amenazó con llamar al director si hacía más payasadas. En cambio, cuando a Miss Tania Cerebro Hueco, una Barbie donde las haya, la pilló con el teléfono, que "profesor, lo juro por mi vida, estaba apagando" solo tuvo que traerle varios informes de su despacho.

Mi primera medida correctora llegó el seis de noviembre. Había olvidado hacer el análisis de un poema renacentista (muy útil para una futura astrofísica, sí señor) y se me quedó mirando fijamente durante unos minutos antes de pedirme que me levantara, colocarme frente a mis compañeros y decir algo que quedará grabado en mi memoria por siempre:

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⏰ Última actualización: Jul 21, 2016 ⏰

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