s e s e n t a y s e i s

12.3K 1.3K 504
                                    

Me tomaste de la mano con delicadeza, enterrando mi nariz en la calidez de tu pecho. En medio de una ciudad que nada sabía de nosotras me abrazaste, tirada en el suelo junto a mí, intentando calmar el ataque de ansiedad que tú me habías provocado.

   No te haces una idea de cómo me enfadó éso. Querías dejarme ir, estaba bien, lo entendía, Ale. De verdad que lo hacía. Pero es que no lo estabas haciendo. Habías recorrido cinco manzanas corriendo con el aliento agitado detrás de mí solo para asegurarte de que no me habías roto demasiado.

   No podías hacerlo, ¿verdad? No podías permitir que me alejarse de ti. Desde el primer día había sido así, tus ojos me miraban de reojo porque te sabías observada alentándome a que me acercase a ti. ¿Qué te ocurrió cuando por fin  me atreví a hacerlo, Ale? ¿Te asustaste y por éso comenzaste nuestras peleas?

   Pero por algún motivo tampoco aguantabas que nos lleváramos mal. La verdad es que nunca lo hicimos. Nos gritábamos cuando otros nos miraban, pero cada día al principio de las clases yo encontraba una notita en mi mesa que tú habías colocado allí con cuidado el día anterior. En ellas no había nombres, tan solo palabras de cariño y de vez en cuando algún regalo, como este horrible colgante en forma de flor que llevo aún ahora.

   Nuestra historia siempre fue un círculo condenado a repetirse una y otra vez, un amor imposible. No había escapatoria, porque tú nunca tendrías la valentía de alejar los prejuicios de tu mente y de atreverte a ser tú misma. Ambas lo sabíamos, pero no por ello dejamos de intentarlo durante todo un año, golpeándonos una y otra vez con la misma pared y en cada ocasión más fuerte que la anterior.

   Supongo que me cansé, Ale. Me cansé de esperar a que te aceptases a ti misma y de que me aceptases a mí, me cansé de aguantar a los homófobos que tanto parecían odiarnos, me cansé de llorar. Sabía a ciencia cierta que nunca nos íbamos a separar y también que jamás estaríamos juntas. Pude ver el futuro con una claridad terrorífica: tú te casarías con un hombre cualquiera y tendríais algunos críos, probablemente dos; mientras que yo me mantendría a tu lado estúpida y fiel, adicta al veneno de tus labios.

   No, Ale. Lo siento, pero nunca estuve dispuesta a llevar una vida así.

   Cuando lo comprendí, mi respiración se calmó entre tus brazos. Mi llanto cesó tras unos pocos hipidos. Dejé que el aroma que siempre invadía tus camisetas me llenara los pulmones mientras me acariciabas la espalda con ternura. Tardé un poco en hacerlo, pero al fin pude tomar una decisión. Y me levanté, me levanté sonriente, te tendí una mano y te dije:

   —Ya estoy bien. Lo entiendo, y lo acepto. Nunca seremos más que amigas —suspiré, regocijándome en mi propio teatro—. Pero, ¿darías un último paseo conmigo? Por los viejos tiempos.

   Me miraste con la duda escrita en la cara. Tú también sabías que lo nuestro no podía terminar, ¿verdad? Sabías que estábamos demasiado enamoradas como para tener un final.

   —Por los viejos tiempos —insistí.

   —Está bien —aceptaste titubeante, mirando a un lado y a otro para asegurarte de que nadie conocido te viese cuando tomases mi mano.

   Caminamos horas con los dedos entrelazados. Nos alejamos de la ciudad, ascendiendo por una carretera flanqueada por un montón de hermosos árboles que conducía al pico de una montaña. Nos rodeaba un silencio plácido que ninguna tenía la necesidad de romper. ¿Para qué? Teníamos demasiado poco tiempo como para malgastarlo en palabras.

   Llegamos al mirador vertiginoso que yo estaba buscando. Nos sentamos justo a tiempo de contemplar cómo el sol se ocultaba detrás de otra montaña cercana a la ciudad mientras tú te fumabas el último cigarro que quedaba en la caja de tu marca preferida, Marlboro. Siempre me pregunté si es que no sabías que Marlboro testa en animales o si sí que lo sabías pero te daba igual.

   Cuando la luz abandonó el cielo, el frío llegó de pronto. Estornudaste y la magia del silencio que nos había rodeado se quebró.

   —Tenemos que irnos a casa, Nao —exclamaste, como si acabaras de darte cuenta de la hora que era.

   —No, qué va —murmuré—. Nunca nos iremos de aquí.

   —¿Qué estás diciendo? —sonreíste desconcertada, con ese gesto tan tuyo de elevar la ceja izquierda cuando no comprendías algo.

   Venus comenzaba a brillar en el horizonte. Parpadeé para espantar las lágrimas que habían empezado a acumularse en mis ojos. Cuando era pequeña, siempre le señalaba emocionada a mi padre a Venus en el cielo nocturno, el primer planeta que él me había enseñado a reconocer.

   —¿Por qué querríamos irnos de aquí, Ale? —pregunté con la voz ronca. Me puse de pie en el borde del precipicio, dejando que el viento llenara las mangas de mi chaqueta de chándal gris—. Es un lugar precioso, ¿no te parece?

  — No te pongas de pie aquí, bruta. ¿Acaso estás loca? —preguntaste irguiéndote tú también, pues nuestros dedos continuaban entrelazados. No nos habíamos soltado en todo el paseo—. Podríamos caern...

   No te dejé terminar la frase. Acallé tu voz con un beso hambriento y necesitado. Gemiste, el deseo de semanas por fin liberado en tu garganta, antes de corresponderme.

   "¿Quién era la que se autoproclamaba hetero, Ale?" pensé con cierto resquemor.

   Me aferré a tu cintura y oculté la cabeza en ese bello hueco entre tu cuello y tu hombro que tantas veces había llenado de besos. Me temo que esta vez lo mojé con mis lágrimas, Ale.

   —Te amo —te prometí por última vez entre el sonido de tus jadeos, no sé si provocados por nuestro beso o porque ya sabías lo que iba a pasar a continuación.

   Cerré los ojos y salté al vacío agarrándote con fuerza. No gritaste, pero tus músculos entraron en tensión por el miedo y te abrazaste más fuerte a mí.

   No sé si en los cinco segundos que duró nuestra caída antes de hacer una bonita tortilla de lesbianas sobre la hierba llegaste a comprender por qué había saltado. Espero de corazón que lo hicieras.

   Tú eras mía, Ale, pero nunca ibas a poder serlo al completo. Siempre tendríamos que valernos de terceras personas para poder ocultar nuestro amor, y yo no podía soportar éso. No podía hacerlo ahora que solo teníamos dieciséis años y que te limitabas a darle besos a tu novio, ¿cómo iba a poder cuando tuvieras un marido que te tomara en la cama y con el que tendrías los hijos que nosotras nunca podríamos tener?

   No, Ale, no quería tener una vida como ésa, ya lo he dicho hace un rato. Es por eso que tú debías morir.

   Yo debía hacerlo porque así como tú eras mía, yo era tuya de la misma manera. No habría sentido para mí en vivir en un mundo sin ti, y si lo había no quería descubrirlo. Decidí morir contigo, entregada a un abrazo que nunca terminaría, como última prueba de mi amor.

   Supongo que nuestros compañeros se reirían al enterarse de nuestra muerte, la crueldad de los adolescentes no conoce límites; pero espero que nuestros padres se dieran cuenta del error que habían cometido al querer reprimirnos, y que los medios hicieran eco de nuestra tragedia de la manera correcta: mostrándonos como dos niñas enamoradas a las que un mundo enfermo de homofobia y amor romántico empujó a cometer suicidio.

   Para bien o para mal, ahora estaremos juntas para siempre. Enamoradas hasta el fin de los tiempos.

   Y, ¿sabes qué, Alessandra?

   Ahora nadie en el mundo puede negar nuestro amor. Al fin hemos abandonado el armario.

Classmates Donde viven las historias. Descúbrelo ahora