Al sonar la alarma de ese viernes por la mañana, salté de la cama, estaba estúpidamente emocionado, me desbordaba una ansiedad que no recordaba haber experimentado antes. Había sido un milagro que me quedara dormido, ya que un dolor en el estómago me había molestado toda la noche, por suerte siempre tenía omeprazol en una cajita en el baño. Ser viejo no es fácil.
En la escuela de pastelería no podía dejar de moverme, creía que de ese modo el tiempo pasaría más rápido, pero ese día el reloj corría especialmente lento y no me bancaba a nadie. Jeremías se me acercó varias veces para tranquilizarme, me exasperaba con rapidez y estaba presionando demasiado a mis compañeros. ¿Cuándo terminaría esa maldita mañana? Quería ver a Camilo, quería volver a oír su voz, volver a ver su cu... ojos, sus ojos, si, sus ojos de medialunas. Pero, cuando por fin se hicieron las una de la tarde, me acobarde y caminé hasta la facultad a paso lento por la avenida Vélez Sarsfield.
Al llegar me senté a esperar en un banquito frente al pabellón Argentina y, antes de perderme en mis pensamientos, le avisé a Camilo de mi ubicación. No sé cuántos minutos estuve allí sintiendo esa brisa fría de otoño, fue la voz del chileno quien me hizo volver a la tierra. Su rostro se apareció frente a mí enmarcado por el cálido sol de la tarde, sentí como mi corazón dio un vuelco y tuve que apartar mi mirada para no dejarme en evidencia.
—Hola, weón. —me saludó antes de sentarse a mi lado, esperaba que me saludara con un beso en la mejilla como debía ser, pero al no ser argentino no parecía estar del todo acostumbrado a ello. Me quedé con las ganas de ese pequeño contacto. Otra vez con mi homosexualidades.
»¡Weón! ¿Me estai escuchando? —inquirió de pronto con una ceja enarcada. ¿Me había estado hablando? Al parecer me quedé mucho tiempo fantaseando con sus labios en mis mejillas.
—Si... ¿por qué? —respondí con total naturalidad, no quería quedar como un maleducado por no estar prestando atención. Esperaba que no fuera nada importante.
—Entonces después de comer nos juntemos a las diez pa' ir al cine. —repitió casi como si estuviera leyendo mis expresiones. Creo que él sabía que yo no tenía idea de lo que me había estado hablando. ¿En qué momento este pibe se había organizado todo un plan de viernes por la noche?
—Si, obvio. Ahora vamos a comer que estoy cagado de hambre. —le dije tratando de cambiar de tema, necesitaba dejar de comportarme como un pelotudo, nunca me había costado tanto quedarme en tierra y no perderme en la boca de otra persona. Jebus, que cursi sonó eso.
—¿Y qué vamos a comer? —inquirió levantándose del banco, imité su acción sin pensarlo demasiado, creo que parecía un cachorro siguiendo a su rescatador. No podía dar más lástima aunque me lo propusiera.
—Lomito... ¿Probaste eso? —casi grité parando en seco, al fin lograba controlar mi cuerpo y no solo estaba allí dejándome llevar por la preciosa silueta de Camilo. ¿Preciosa? No, Señor, no me dejes caer en la homosexualidad tan fácilmente. No permitas que la locura me consuma, prefiero hablar con una pelota llamada Roberto que esto... o eso creo.
—No, pero voy a donde tu digai, me da lo mismo.
—Bueno, te voy hacer probar los de mi lugar favorito, aunque vamos a tener que caminar mucho porque está en la Colón. —le advertí mientras me acercaba un poco a su cuerpo para tomar su mochila—. Te la llevo, por hacerte caminar. —me excusé antes de que pudiera reclamar algo. Pero, para mi sorpresa, no me dijo nada, más bien creo haber notado que sus mejillas se colorearon un poco. El solo pensar en esa posibilidad me hizo sentir un extraño y placentero cosquilleo en el estómago, no obstante, lo ignoré rápidamente para iniciar una conversación vana sobre lo que había hecho en el día.

ESTÁS LEYENDO
Un sabor a dulce de leche
Ficção AdolescenteLeandro Benítez es un joven estudiante de pastelería radicado en Córdoba, Argentina, que una tarde, cómo si fuera una graciosa broma del destino, choca con un muchacho chileno al que le hace tirar un frasco de dulce de leche. Presionado por la culpa...