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—¡¡¡Quiero que salga ya!!!— gritó, desesperada.

Se había olvidado de lo que eran las contracciones. Una bola de dolor se le instalaba en el bajo vientre cada cinco minutos, con precisión de reloj. Se maldijo a sí misma por haber optado por un parto en casa. Divino todo natural, pero sin anestesia. ¿Quién la mandaba a seguir esas modas? Ella no estaba hecha para eso.

—No lo soporto más...—suspiró, apoyándose en la pared de su habitación, moviendo las caderas de un lado a otro.

Así le habían indicado en el curso preparto, para ayudar a algo que ya no recordaba.

—Cálmese, señora, falta poco —le recomendó Prudencia, el ama de llaves de la casa.

Mariana la miró con expresión furibunda, detrás de los mechones empapados que le caían en la cara. Sabía que la dulce anciana, salteña de pura sangre, tenía la mejor de las intenciones. Ella le había recomendado la ayuda de unas señoras expertas en partos, pero la joven había rechazado la presencia de más gente en su casa.

La obstetra, una mujer de unos cuarenta años con perfume a sahumerio, llegó a la casa cuando ya estaba todo listo. El parto acuático fue todo un éxito: Soledad había nacido sana y fuerte.

Apenas vio que estaba todo en orden, Prudencia corrió a tapar todos los espejos de la casa.

—¿Qué está haciendo?— preguntó la doctora.

—Una estupidez supersticiosa, supongo. Estuvo muy pesada durante todo el embarazo con consejos rarísimos.

Su interlocutora rió. Le causaba mucha ternura escuchar en lo que creía la gente de pueblo. Era muy pintoresco. Mientras charlaban, se dedicaba a realizarle los chequeos a la recién nacida. Marcos se había retirado a ver cómo estaba el pequeño Gabriel, medio olvidado por la llegada de su hermanita.

—¿Sabés qué me dijo una vez? Que no podía tejer.

—¿Por? —se rió.

—Porque la nena se iba a enroscar con el cordón.

—Me estás jodiendo. —La miró divertida.

Mariana negó, poniendo los ojos en blanco.

—Vos decile que sí y a otra cosa...

—Obvio.

—Bueno, sentate y alimentá a esta criatura. Cualquier cosa, me llamás. Mañana vengo sin falta. ¿Hablaste con un enfermero por las vacunas que te receté?

—Sí. Va a venir en un par de horas.

—Genial. —Le dio un beso en la mejilla y acarició la cabellera rubia de la beba— Hasta mañana.

—Hasta mañana. — Mariana sonrió — Ahora le digo a Pru que te abra.


—No la pongas delante del espejo, amor— le advirtió su marido, en la intimidad de la habitación.

—¿Vos también me vas a salir con esas pavadas? —le recriminó.

—Dale bola a Pru, ella sabe.

—Gabriel se paseó por todos los espejos de la casa cuando nació.

—Estábamos en Buenos Aires —le respondió, como si eso explicara todo.

Ella lo miró con mala cara.

—Eso de que le va a chupar el alma es una de las estupideces más grandes que le escuché decir. Por Dios, Marcos, no me digas que te lo creés —elevó la voz, indignada.

—Lo de los duendes también parecía una pavada... Y vos viste lo que le pasó al tío...

—No me lo vuelvas a contar. Estoy podrida de ese cuento.

—Bueno, acá somos así, mi porteñita. —La miró con cariño— Salta tiene ese no sé qué...

El tema de las creencias de pueblo había sido delicado desde el principio. La mente de chica de ciudad de Mariana no podía concebir tales ideas como ciertas. Duendes, muertos que hacían travesuras para despedirse, amuletos y cábalas. Todas cosas que se tomaba a risa, primero; y que, después, la terminaban haciendo enojar. ¿Es que de verdad se podía ser tan idiota de creer en eso?

—¡Papiiiiiii!

Una vocecita aguda se hizo oír en la habitación de al lado. Marcos se levantó de la cama para ver qué quería Gabriel.

—A mí, nadie me va a convencer de cosas que no existen —murmuró Mariana resuelta, beba en brazos, mientras se dirigía al espejo de la habitación.

Ah, pero aquel acto de rebeldía contra la sabiduría popular le costaría muy caro.

Agarró la tela y tiró hacia abajo. Soledad gritó un instante, abriendo sus ojitos empañados, quedándose muda y cerrando los ojos al segundo siguiente. Mariana la observó extrañada. Se le heló la sangre al comprobar que la pequeña no reaccionaba a sus intentos de despertarla.

—¡¡MARCOS!! —gritó desesperada— ¡NOOOO! ¡MARCOS, VENÍ! ¡NO, POR FAVOR, NO!

Su esposo se precipitó a la puerta. Se encontró con su mujer arrodillada en el suelo, aferrándose al cuerpo sin vida de su hija.

Soledad lloró y lloró, pero ya nadie la escuchaba. Sus manitas y sus piecitos se agitaron desesperados al saberse sola. Polvo por doquier y sombras. Sombras que se movían a su alrededor y voces ahogadas, como si vinieran de otra habitación. Mami se había ido y no sabía por qué.


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¡Hola, queridos lectores!

Les cuento: la idea de esta historia surgió a raíz de algo que leí por ahí, sobre supersticiones en torno a los espejos. Ésta en particular me resultó muy interesante, al punto de servirme como disparador para un trabajo de guión (estudié cine hace unos años). La historia volvió a mí, sólo que esta vez quiero plasmarla con más detalle y transformarla en una mini novela.

Espero que la disfruten, tanto como yo al escribirla. Los invito a dejarme sus comentarios.

¡Saludos!

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