Domingo de madrugada, una chica de diecinueve años está sentada en el borde de la acera, observando los coches pasar, con sus mejillas en carne viva de tanto llorar. En su mano derecha, un cigarrillo. Descansando junto a ella, una botella de Whisky medio vacía. Su pelo es largo y castaño, está sucio y por eso se le pega a la cara. Su ropa es negra y ancha, una camiseta de hombre que le llega por los muslos, un pantalón corto y rasgado, y medias semi-transparentes llenas de agujeros. En sus pies, botas negras de cordones y, escondido en su calcetín derecho, una navaja con el dibujo de una calavera que ella misma ha hecho con la parte más puntiaguda de sus llaves.
Llora sin cesar pero sin ganas, está vacía y ya no siente nada. Le da un último trago a su botella, rompiendo así su promesa de acabársela, y se levanta. Camina hasta la barandilla del puente, se inclina hacia delante y mira hacia abajo, todo está oscuro, negro. Observa la carretera a ambos de sus lados comprobando así que no hay nadie y con las pocas fuerzas que le quedan se impulsa hasta subirse a la barra. Coloca sus pies en el borde y cierra los ojos, suspira, y finalmente se rinde ante el mundo. Pero su cuerpo es agredido por unos brazos que tiran de ella, unos brazos que la aprietan con fuerza para no dejarla caer. Ella grita desesperada, dolorida, sintiéndose condenada. No quiere seguir viviendo. Sus ojos están cerrados con fuerza y sus lágrimas resurgen de nuevo, cayendo por su rostro como la lluvia en invierno.
Ella se desgarra, mientras un desconocido la abraza. Ella lo odia.