No me gusta el rojo.

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—Te quiero — el olor a marihuana que guardaba su lengua se desprende de repente. Siento como se acerca con rapidez hasta mis labios y me obliga a toser con sutileza. Su sabor siempre ha sido así, con un poco de droga de por medio. Siento como se me eriza la piel cuando pasa su brazo por mi muslo.

— ¿A cuántas noches? — susurro ligeramente, cuidando posar mi mano sobre su torso desnudo. Mis yemas se deslizan con fluidez por su pecho. Tantas partes que de él he conocido a tacto, y aún así me siento pagando un alquiler cada noche que tropiezo con su piel.

— ¿Cuántas quieres? — Me pregunta. Se levanta levemente, apoyado en sus codos, y me mira por unos breves segundos. Ríe por lo bajo, como burlándose ante una pregunta tan tonta. Pero se acerca, con una sonrisa entre sus labios, y me besa. Sus besos saben a papel de cereza, y no puedo evitar pensar en cuánto ha fumado desde que llegué a su habitación.

Sus ojos azules se confunden con el rojo que inunda la pieza. Las luces penetran la estancia y todo parece ser lo que no es. Solo veo rojo, mientras recorro con la mirada la silueta de su nariz, sus labios, su cabello, su cuello, sus brazos, y mis manos sobre él. Solo es rojo lo que veo. Agacho la mirada y doy un leve suspiro. No me gusta el rojo.

— Si sabes la hora, ¿no? — le pregunto débilmente, retirando mi mano de su pecho, helado, y posicionándola con suavidad sobre la pantalla del celular cerca de su almohada. Solo hay una sobre la cama.
10:27 pm.

— Cielo, es la hora que debe ser. ¿Puedes dejar tu prisa? Quiero estar contigo un rato sin que te preocupes por el tiempo, ¿sí? Solo...ven — me agarra con fuerza por el torso y me empuja hacia su lado. Mi cuerpo se deja llevar sin oponer resistencia. Mis brazos se aferran a su piel. Le clavo las uñas con fuerza mientras se termina de acomodar por debajo de las sábanas. Me duelen los párpados y mis manos están rojas. Mi cuerpo desnudo, ahora junto al suyo, está rojo. Vuelvo a pensar en que no me gusta el rojo.

— ¿Y si cambias las luces un rato? — le digo mirando loss destellos carmesi, como viejos, que parpadean sobre mi muslo. Levantó la mirada y su rostro está iluminado por la luz artificial que emana de la pantalla. Su celular, a pocos centímetros de él, apenas dibuja el borde de sus facciones. No me gustan las sombras que se marcan por sus cuencas. Ni sus dientes. Ni su sonrisa. Tan roja. Está cambiando la música.

«A mí me gusta esa canción» pienso por inercia, mientras vuelvo a suspirar y reacomodo mi cabeza entre su cuello. Tal vez no importa mucho ahora. Siento como levanta la cabeza segundos después, y se dispone a observar las luces titilantes del techo. Su rostro parpadea entre el rojo vivo y el negro. Me limito a observar las sombras que se escabullen por sus comisuras. Parecen ceniza. No. Son ceniza.

— ¿Dijiste algo, cielo? — Su falta de atención. Su voz es roja, y mis ojos, tristes, comienzan a oscurecerse. Cierro los párpados con lentitud mientras las palabras salen como olas sin fuerza de mi boca, suaves y lentas.

— Ya casi es hora.

— Lo sé — suspira sobre mi sien, haciéndome recordar que no está completamente consciente. Siento el calor de su aliento, cómo se enreda entre mi cuello y termina recorriéndome la espalda. Un escalofrío atraviesa por mi espina dorsal, y me obliga a temblar con ligereza.

Él dobla su mano y la posa por detrás de su cabeza. Puedo sentir como cierra los ojos y aprieta su mirada, tratando de imaginar que no va a pasar. Ojalá no volviera a pasar. Ojalá esa fuerza con la que desea, en ese instante, evitar el caos que se avecina, fuera la misma con la que me apretara entre sus brazos. Pero no lo es. Y su tacto es demasiado débil, como si pretendiera soltar lo poco que (me) sostiene entre sus brazos ante cualquier sutil turbulencia. El aire está caliente, y sopla suave.

Nada, para SiempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora