Cuando el arte entra en escasez.

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Es que cuando el arte entra en escasez, quien ha conquistado ese polvero de bellezas se vuelve demasiado altivo, demasiado orgulloso. Así, su semblante roza la altivez como sí entrara en un apuro por mostrar esas  ilustres funerarias que revolotean por las paredes atiborradas de su cerebro siempre solitario. Y entre el apuro, solo queda el polvero, por mostrar a otra mente añeja, de esa que con los años sopla con el vigor turbulento de las olas en medio del océano, lo mucho que sabe de un arte tan viejo.

Lo que ocurre es que el arte no se recita tal, ni con tono de contador que lee mecanografiado una factura ante su principal. Ni mucho menos, he de decir, con esa soberbia grasienta con las que se presenta el informe mensual al consejo administrativo de un edificio desmoronado que está pasado de años. Y es que el arte no va de eso. El arte va de escudriñar las sensaciones que levantan ese par de supuestos vejestorios y hacer con ellos, y otros ojos, polvo de estrellas. Y sentenciar al corazón a sentir. Y sentir y sentir, tan profundo como los caracoles en la arena una víspera de Febrero. Así como el aliento que entibia los párpados una noche fría entre la espuma de algún pocillo, o el vapor cálido de otros brazos en una habitación estrellada. El arte va de eso. De vida.

Pero es que cuando el arte entra en escasez, se convierte en una lista de saberes y no saberes. Y es ahí, cuando se transforma en números que saben de suma y no de maravillas, es que el arte, y el hombre, se mueren de hambre.

Nada, para SiempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora