Capítulo 11: UN NAUFRAGIO Y UN SUEÑO.

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Corría el mes de diciembre de mi vigesimotercer año en este lugar y, como ya he dicho estábamos en pleno solsticio austral, pues no podría llamarlo invierno. Esta época era muy importante para mi cosecha, que requería de mi constante presencia en el campo. Una mañana, muy temprano, casi antes de la salida del sol, advertí con sorpresa el resplandor de un fuego en la playa, a unas dos millas de donde me hallaba, y en dirección al extremo de la isla donde, como ya he observado, habían estado los salvajes; mas no en el lado opuesto de la isla, sino en el mío.

El espectáculo me aterrorizó y me quedé cerca de mi arboleda, por temor a ser sorprendido. Aun así, no me sentía tranquilo, pues, si en sus incursiones por la isla, los salvajes descubrían mi cereal, sembrado o segado, o cualquiera de mis obras y mejoras deducirían inmediatamente que la isla estaba habitada y no descansarían hasta encontrarme. Terriblemente angustiado, regresé directamente a mi castillo, recogí la escalera e intenté darle un aspecto tan natural y agreste como pude.

Entonces, me atrincheré y me preparé para la defensa. Cargué toda mi artillería, como solía llamarla, es decir, los mosquetes colocados en la nueva fortificación y todas las pistolas, y decidí defenderme hasta el último suspiro, no sin antes encomendarme fervorosamente a la divina protección y rogarle a Dios que me librase de caer en manos de los bárbaros. Permanecí en esa posición más de dos horas pero, más tarde, comencé a sentirme impaciente por saber lo que ocurría fuera, ya que no tenía espías que me lo informaran.

Aguardé un poco más, pensando qué debía hacer en esta situación, mas no pude resistir por más tiempo en la ignorancia; así que apoyé la escalera en el costado de la roca para subir hasta donde se formaba una suerte de plataforma. Luego la retiré y volví a colocarla hasta que llegué a la cima de la colina. Allí me acosté boca abajo sobre la tierra y cogí el catalejo que había llevado con toda intención para observar el sitio. Descubrí a unos cinco salvajes desnudos, sentados alrededor de una pequeña fogata, no para calentarse, pues no tenían necesidad de ello, ya que el clima era extremadamente caluroso, sino, como supuse, para preparar alguno de sus horribles festines de carne humana, que habían traído consigo, no sé si viva o muerta.

Habían llegado en dos canoas que estaban varadas en la orilla y, como la marea estaba baja, me pareció que aguardaban a que subiera para marcharse. No es fácil imaginar la inquietud que me provocó este espectáculo y, muy especialmente, que estuvieran en mi lado de la isla y tan próximos a mí. Mas cuando pensé que siempre debían venir cuando bajara la marea, comencé a tranquilizarme y contentarme pensando que podría salir sin peligro cuando la marea estuviese alta, a no ser que hubiesen llegado antes a la orilla. Con esta idea, salí a realizar las tareas propias de la cosecha con cierta tranquilidad. Sucedió tal y como lo había previsto, pues, apenas la corriente se puso hacia el oeste, los vi meterse en sus canoas y alejarse con la ayuda de sus remos. Debo observar que, antes de partir, estuvieron cerca de una hora bailando, pues podía discernir claramente sus gestos y movimientos con mi catalejo. Pude apreciar, mediante una minuciosa observación, que estaban completamente desnudos, sin el menor vestigio de vestimenta sobre sus cuerpos pero no pude distinguir si eran hombres o mujeres.

Tan pronto como se embarcaron y partieron, salí con mis dos escopetas al hombro, dos pistolas en la cintura y mi gran sable sin vaina, colgado a un costado. Subí a la colina, donde los había visto por primera vez, tan velozmente como pude. Tardé aproximadamente dos horas en llegar (pues el peso de las armas me impedía correr más rápidamente). Allí me di cuenta de que había otras tres canoas de los salvajes y, al mirar a lo lejos, los vi a todos juntos en el mar navegando rumbo al continente.

Cuando descendí a la playa, pude observar el terrible espectáculo de su sangriento festín: la sangre, los huesos y los trozos de carne humana, felizmente comida y devorada por aquellos miserables. Estaba tan indignado ante lo que veían mis ojos, que comencé a premeditar la forma de destruir a los próximos que volviera a ver por allí, sin importarme quiénes ni cuántos fueran.

Robinson Crusoe de Daniel DefoéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora