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¿Desde cuándo he hecho yo algo tan caótico como asesinar a la despiadada alma de mi padre? O, mejor dicho, a su cuerpo lleno de arrugas y con un tono de piel bastante pálido. En eso he salido a él, y creo que ha sido en lo único. Pero, la pregunta del millón es, ¿desde cuándo un viejo verde que parecía algo normal asesina a la inocente alma de su mujer?

Se lo tenía merecido. Ese cincuentón al que tenía que llamar papá mató a mi madre sin tener ninguna razón. No pude contener la rabia y la ira que emanaba de todo mi cuerpo y no esperé ni una sola noche a clavarle uno de los valiosos cuchillos en el pecho, repetidamente. La frágil punta de este no dejaba de salir y entrar por todo su abdomen una y otra vez, haciendo que toda su sangre me salpicase justo a mí. Hasta que, finalmente, se lo dejé incrustado hasta la mitad entre esas grasientas tetas que se le formaron de tanto comer comida basura.

Vaya por Dios, con lo que odiaba yo ese cuchillo. Me corté un par de veces cuando era pequeña, y por ese mismo hecho mi madre me lo arrancaba de las manos con suavidad. Y luego se sentaba en aquella vieja silla de madera a cortar manzanas para quién sabe qué. Luego nadie se las comía y eso podría llegar a ser bastante jodido.

Ahora mismo me encuentro apoyada en la fría ventana del coche de mi tía Helen, con los cascos puestos pero sin hacer ni puñetero caso a la canción que está sonando. Más bien estoy sumergida en mis pensamientos y fingiendo no darme cuenta de que unos ojos color miel no dejan de mirarme de vez en cuando por el espejo exterior que tiene justamente encima de su cabeza.

Seguro que pensará que una chica de casi dieciocho años está loca por haber matado a su propio padre. Pero, qué decir. No me arrepiento de ello. Al contrario. Mataría también ahora mismo al que dijera lo opuesto, al que me llamase psicópata y a mi tía, que me lleva de camino a uno de los internados más caros que hay por la zona. Bueno, por la zona. Más bien, a horas de su casa.

Cuando pasamos por un pueblo que literalmente parece desierto y al que la manta de la noche le cubre, me pienso que puede llegar a ser divertido vivir por aquí. Pero esas ideas se esfuman en cuanto mi tía se adentra por la carretera que se infiltra en un bosque abundante y lleno de árboles que parecen muertos.

Empiezo a preguntarme de verdad por qué coño he tenido que hacerla caso y haberme montado al coche. Me dijo que nos trasladaríamos a un piso en el centro de la ciudad, ya que ella vive a las afueras. Hipócrita.

Bravo Sam, bravo. Siempre tan callada que a la hora de la verdad jode no poder abrir la maldita boca.

-Estamos a punto de llegar, Samy. -Me dice Helen mirándome nuevamente con esos ojazos que mi abuela la otorgó.

La miro con cara de asco y aparta la mirada con una cara de lástima. ¿Cómo que Samy? ¿Por qué cojones tiene que llamarme como lo hacía mi madre? ¿Se piensa que me va a hacer sonreír al recordármela? Es Sam, joder. Solo Sam.

Para cuando vuelvo a mirar por la ventana veo un edificio del que enseguida me siento intimidada. Es jodidamente enorme. Con por lo menos tres pisos y torres más altas que la propia Eiffel. ¿En serio? Parece un castillo en vez de un internado. Ahora faltan que los duendes y las hadas salgan a darme la bienvenida.

Cuando aparca el coche de cualquier manera, salgo respirando el aire y helándome por el frío, y me fijo en que el estacionamiento está totalmente vacío. Ni autobuses, ni coches, ni ningún otro automóvil. ¿Pero qué le pasa a este sitio?

-No esperábamos que llegasen tan pronto. -Dice una voz tan chillona que hace que me empiece a doler la cabeza.

Me doy la vuelta y veo a una mujer vestida de funcionaria, como si nos fuera a vender algo. Lleva unos pantalones grises y lisos más feos que su puta cara, y una camiseta blanca que está tapada por una americana gris.

Sentidos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora