Historia de don Achille
Aquella vez en que Lila y yo decidimos subir las escaleras oscuras que llevaban, peldaño a peldaño, tramo a tramo, hasta la puerta del apartamento de don Achille, comenzó nuestra amistad.
Recuerdo la luz violácea del patio, los olores de una noche tibia de primavera. Las madres preparaban la cena, era hora de regresar, pero nosotras, sin decirnos una sola palabra, nos entretuvimos desafiándonos a pruebas de coraje.Desde hacía un tiempo, dentro y fuera de la escuela, no hacíamos otra cosa. Lila metía la mano y el brazo entero en la boca negra de una alcantarilla, y yo, a mi vez, la imitaba enseguida, con el corazón en la boca, confiando en que las cucarachas no se pasearan por mi piel y que las ratas no me mordieran. Lila se encaramaba a la ventana de la planta baja de la señora Spagnuolo, se colgaba de la barra de hierro por donde pasaba el hilo para tender la ropa, se columpiaba y luego se dejaba caer en la acera, y yo, a mi vez, la imitaba enseguida, aunque temiera caerme y lastimarme. Lila se introducía debajo de la piel la punta de un imperdible oxidado que había encontrado en la calle no sé cuándo y que guardaba en el bolsillo como si fuese el regalo de un hada; y yo observaba la punta metálica que excavaba un túnel blancuzco en la palma de su mano, y después, cuando ella lo extraía y me lo ofrecía, la imitaba.
En un momento dado me lanzó una de sus miradas, firme, con los ojos entrecerrados, y se dirigió hacia el edificio donde vivía don Achille. Me quedé petrificada de miedo. Don Achille era el ogro de los cuentos, me estaba terminantemente prohibido acercarme a él, hablarle, mirarlo, espiarlo, debía hacer como si él y su familia no existieran. En mi casa y en otras, había hacia él un temor y un odio que no sabía de dónde venían. Tal como hablaba de él mi padre, yo me lo había imaginado robusto, lleno de ampollas violáceas,
enfurecido pese al «don», que a mí me sugería una autoridad tranquila. Era un ser hecho de no sé qué material, hierro, vidrio, ortiga, pero vivo, vivo, que soltaba un aliento caliente por la nariz y la boca. Creía que bastaba con verlo de lejos para que me metiera en los ojos algo puntiagudo y ardiente. Y si hubiese cometido la locura de acercarme a la puerta de su casa me habría matado.
Esperé un poco para ver si Lila cambiaba de idea y volvía sobre sus pasos. Yo sabía lo que quería hacer, había esperado inútilmente que se le olvidara, pero no. Las farolas todavía no se habían encendido y tampoco las luces de la escalera. De las casas salían voces nerviosas. Para seguirla debía abandonar el azul del patio y entrar en la negrura del portón. Cuando por fin me decidí, al principio no veía nada, solo notaba un olor a ropa vieja y a DDT. Cuando me acostumbré a la oscuridad, descubrí a Lila sentada en el primer peldaño del primer tramo de escalera. Se levantó y empezó a subir.
Fuimos avanzando pegadas a la pared, ella dos peldaños por delante, yo dos peldaños por detrás e indecisa entre acortar la distancia o dejar que aumentara. Me ha quedado la impresión del hombro rozando la pared desconchada y la idea de que los escalones eran muy altos, más que los del edificio donde yo vivía. Temblaba. Cada ruido de pasos, cada voz era don Achille que se nos acercaba por la espalda o venía a nuestro encuentro empuñando un cuchillo enorme, de esos para abrirle la pechuga a las gallinas. El aire olía a ajos fritos. Maria, la esposa de don Achille, me iba a echar a la sartén con aceite hirviendo, sus hijos me iban a comer, él me iba a chupar la cabeza como hacía mi padre con los salmonetes.
Nos paramos a menudo, y cada vez yo esperaba que Lila decidiera volver sobre sus pasos. Yo estaba muy sudada, ella no lo sé. De vez en cuando miraba hacia arriba, pero yo no sabía qué, solo se veía el gris de los ventanales en cada tramo de la escalera. Las luces se encendieron de repente, pero tenues, polvorientas, dejando amplias zonas de sombra erizadas de peligros. Esperamos para comprobar si había sido don Achille quien le había dado al interruptor, pero no oímos nada, ni pasos ni una puerta que se abría o se cerraba. Después, Lila siguió subiendo, y yo detrás.
Ella consideraba que hacía algo correcto y necesario, a mí se me habían olvidado todos los buenos motivos y con toda seguridad estaba allí únicamente porque estaba ella. Subíamos despacio hacia el mayor de nuestros terrores de entonces, íbamos a exponernos al miedo y a interrogarlo.
En el cuarto tramo de la escalera Lila se comportó de un modo inesperado. Se detuvo para esperarme y cuando la alcancé, me dio la mano. Ese gesto lo cambió todo entre nosotras para siempre.
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La amiga estupenda
DiversosCon La amiga estupenda, Elena Ferrante inaugura una trilogía deslumbrante que tiene como telón de fondo la ciudad de Nápoles a mediados del siglo pasado y como protagonistas a Nanú y Lila, dos jóvenes mujeres que están aprendiendo a gobernar su vida...