Prólogo parte 3

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Han pasado los días. He mirado el correo electrónico y el postal, pero sin esperanza. Yo solía escribirle con mucha frecuencia, ella casi nunca me contestaba: esa fue siempre su costumbre. Prefería el teléfono o las largas charlas nocturnas cuando yo iba a Nápoles.

He abierto mis cajones, las cajas metálicas en las que guardo todo tipo de cosas. Pocas. Tiré muchas, en especial las relacionadas con ella, y ella lo sabe. He descubierto que no tengo nada suyo, ni una imagen, ni una notita, ni un regalo. Yo misma me he sorprendido. ¿Cómo es posible que en todos estos años no me haya dejado nada suyo, o, peor aún, que yo no haya querido conservar nada de ella? Es posible.

Días más tarde fui yo quien llamé a Rino, aunque a regañadientes. No me contestó ni en el fijo ni en el móvil. Me llamó él por la noche, sin apuro, poniendo esa voz con la que trata de inspirar lástima.

—He visto que has llamado. ¿Tienes alguna novedad?

—No. ¿Y tú?

—Tampoco.

Me dijo cosas incongruentes. Quería ir a la televisión, al programa ese en el que buscan personas desaparecidas, hacer un llamamiento, pedirle perdón por todo a su mamá, suplicarle que volviera.

Lo escuché con paciencia, después le pregunté:

—¿Has mirado en su armario?

—¿Para qué?

Naturalmente no se le había pasado por la cabeza algo tan obvio.

—Ve a mirar.

Fue a mirar y se dio cuenta de que no había quedado nada, ni un solo vestido de su madre, ni de invierno ni de verano, solo perchas viejas. Le pedí que registrara toda la casa. Habían desaparecido sus zapatos. Habían desaparecido sus pocos libros. Habían desaparecido todas sus fotos. Habían desaparecido sus diapositivas. Había desaparecido su ordenador, incluso los antiguos disquetes que se usaban antes, todo, todo lo relacionado con su experiencia de maga de la electrónica que empezó a darse maña con los ordenadores a finales de los años sesenta, en la época de las tarjetas perforadas. Rino no salía de su asombro. Le sugerí:

—Tómate todo el tiempo que te haga falta, pero después me llamas y me dices si has encontrado aunque sea un alfiler suyo.

Me llamó al día siguiente, alteradísimo.

—No hay nada.

—¿Nada de nada?

—Nada. Ha cortado todas las fotos en las que salíamos juntos, incluso en las que yo era pequeño.

—¿Has mirado bien?

—En todas partes.

—¿En el sótano también?

—Te he dicho que en todas partes. Ha desaparecido también la caja con los documentos, yo qué sé, antiguos certificados de nacimiento, contratos telefónicos, recibos de facturas. ¿Qué significa? ¿Alguien lo ha robado todo? ¿Qué buscan? ¿Qué quieren de mí y de mi madre? 

Lo tranquilicé, le pedí que se calmara. Era improbable que nadie quisiera nada de él.

—¿Puedo ir a quedarme un tiempo contigo?

—No.

—Por favor, no puedo dormir.

—Arréglatelas, Rino, yo no puedo hacer nada.

Colgué y cuando me volvió a llamar, no le contesté. Me senté al escritorio.

Como siempre, Lila se pasa, he pensé.

Estaba ampliando hasta la exageración el concepto de rastro. No solo quería desaparecer ella, ahora, con sesenta y seis años, sino borrar además toda la vida que había dejado a su espalda.

Me dio mucha rabia.

Veremos quién se sale con la suya, me dije. Fue entonces cuando encendí el ordenador y me puse a escribir hasta el último detalle de nuestra historia, todo lo que quedó grabado en la memoria.

La amiga estupendaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora