Tengo una gran torpeza manual y lo deploro. Me sentiría mejor si mis manos supiesen trabajar. Manos capaces de hacer algo útil, de sumergirse en las profundidades del ser y alumbrar en él un manantial de bondad y de
paz. Mi padrastro (al que llamaré mi padre, pues él me educó) era obrero sastre. Era un alma vigorosa, un espíritu
realmente mensajero. Decía a veces, sonriendo, que el primer fallo de los clérigos se produjo el día en que uno de
ellos representó por primera vez un ángel con alas: hay que subir al cielo con las manos.
A despecho de mi torpeza, logré un día encuadernar un libro. Tenía a la sazón dieciséis años. Era alumno del
curso complementario de Juvisy, en el barrio pobre. El sábado por la tarde podíamos elegir entre el trabajo
de la madera o del hierro, el modelaje y la encuadernación. En aquella época leía yo a los poetas, especialmente
a Rimbaud. Sin embargo, me impuse la obligación de no encuadernar Une Saison en Enfer. Mi padre poseía una
treintena de libros, alineados en el estrecho armario de su taller, junto con las bobinas, los jaboncillos, las
hombreras y los patrones. Había también, en aquel armario, millares de notas escritas con caracteres
menudos y aplicados, sobre un ángulo del tablero, durante las incontables noches de labor. Entre aquellos
libros, había yo leído Le Monde avant la Création de l'Homme, de Flammarion, y estaba entonces
descubriendo OH va le Monde?, de Walter Rathenau. Y fue esta obra de Rathenau la que me puse a encuadernar, no sin trabajo. Rathenau fue la primera víctima de los nazis, y estábamos en 1936. Cada sábado, en el
pequeño taller del curso complementario, hacía mi trabajo manual por amor a mi padre y al mundo obrero. Y
el día primero de mayo, hice ofrenda del Rathenau encuadernado, al que acompañé con una brizna de muguete. Mi padre había subrayado con lápiz rojo, en este libro, un largo párrafo que he conservado siempre en la
memoria:
«Incluso la época del agobio es digna de respeto, pues es obra, no del hombre, sino de la Humanidad y,
por lo tanto, de la naturaleza creadora, que puede ser dura, pero jamás absurda. Si es dura la época en que
vivimos, tanto más debemos amarla, empaparla de nuestro amor, hasta que logremos desplazar las pesadas
masas de materia que ocultan la luz que brilla al otro lado.» «Incluso la época del agobio...» Mi padre murió en 1948, sin haber dejado nunca de creer en la naturaleza
creadora, sin haber dejado nunca de amar ni de empapar con su amor el mundo dolorido en que vivía, sin
haber perdido jamás la esperanza de ver brillar la luz detrás de las pesadas masas de materia. Pertenecía a
la generación de los socialistas románticos que tenían por ídolos a Víctor Hugo, a Román Rollan y a Jean
Jaurés, los cuales llevaban grandes chambergos y guardaban una florecilla azul entre los pliegues de su
bandera roja. En la frontera de la mística pura y de la acción social, mi padre, atado a su taller durante más de
catorce horas al día -y vivíamos al borde de la miseria-, concillaba un ardiente sindicalismo con la búsqueda
de la liberación interior. Había introducido en los gestos más breves y humildes de su oficio un método de
concentración y de purificación del espíritu, sobre el cual nos ha dejado centenares de páginas escritas.
Mientras hacía ojales y planchaba telas, tenía un aspecto resplandeciente. Los jueves y los domingos, mis
camaradas se reunían en su taller, para escucharle y sentir su vigorosa presencia, y la mayoría de ellos
experimentaron un cambio en sus vidas.
Lleno de confianza en el progreso y la ciencia, convencido del advenimiento del proletariado, se había
construido una poderosa filosofía. La lectura de la obra de Flammarion sobre la prehistoria fue para él una especie de revelación. Después leyó, guiado por la pasión, libros de paleontología, de astronomía, de física.
Sin preparación adecuada, había calado empero en el meollo de los temas. Hablaba aproximadamente como
Teilhard de Chardin, al que entonces ignorábamos: «¡Lo que va a vivir nuestro siglo es más importante que
la aparición del budismo! No se trata ya, de ahora en adelante, de destinar las facultades humanas a tal o cual
divinidad. En nosotros sufre una crisis definitiva el vigor religioso de la Tierra: la crisis de su propio descubrimiento. Empezamos a comprender, y para siempre, que la única religión aceptable para el hombre es la que
le enseñará, ante todo, a conocer, amar y servir apasionadamente al Universo del cual es el elemento más importante.»1
Pensaba que la revolución no debe confundirse con el transformismo, sino que es integral y
ascendente, y aumenta la densidad psíquica de nuestro planeta, preparándola a establecer contacto con las in-
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El Retorno De Los Brujos
ParanormalEl libro El retorno de los brujos fue escrito por los famosos autores Louis Pauwels y Jacques Bergier en 1960 con el titulo original "LE MATIN DES MAGICIENS" (© 1960, Librarie Gallimara) que se publico en la coleccion otros mundos con una traduccion...