Apreté la mano de mi padre y lo hice volver en si. Estaba desesperado. Me tenía herida en el suelo y una guerra por detrás que no podía detener. Seguramente querría salir huyendo de allí, pero yo y todo el reino lo necesitaba. El rey Adolf era el que debía salvar a Benicia de una desgracia en su historia.
-Papá, quítame la flecha. Rápido. Es sólo una herida superficial...-mentí. Me dolía terriblemente.
-Está bien...-él colocó ambas manos sobre la flecha y me queje, el movimiento apenas, me hacía chillar-¿Lentamente?
-¡Como sea!-grité.
Empezó a quitarla con cuidado, sudando al verme llorar por lo que me estaba ocasionando en el hombro. Era un dolor punzante e insoportable. Para mi fue algo eterno, pero cuando lo vi sonreír levemente y tirar la flecha, supe que estaba afuera y sólo tenía ese agujero. Comencé a levantarme, sin dejar de presionar la herida y me incorporé en cuestión de segundos. No sabía de donde estaba sacando tanta fuerza de voluntad.
-Espera-mi padre rompió un pedazo de su saco largo y me lo ató al hombro, presionando. Supuse que sería para detener un poco la sangre.
Me dolía, pero la situación no me permitía pensar demasiado. Me concentre en lo que debíamos hacer y era detener aquella guerra. Tal vez, todavía teníamos tiempo y podíamos llegar.
-Vamos papá, tenemos que llegar-le dije, moviendome rápidamente hacia el caballo que me había traído.
No teníamos otro animal, así que ambos subimos al mismo. Moví las riendas y la yegua empezó su trote. La luna seguía iluminandonos, marcando nuestra sombra en el ahora,manto de nieve blanca y pura. El viento no estaba estorbando, pero aún así, teníamos esa brisa fresca que chocaba mientras cabalgabamos. No sabíamos con que nos encontraríamos y eso mantenía alerta el espíritu de los dos.
-¡Oigo gritos!-le dije, gritando para que me escuchara. Los cascos chocaban contra la nieve y hacían un ruido constante.
-¡Ve más rápido!-gritó mi padre.
El animal resoplaba, agitado y un poco cansado. Éramos dos cuerpos adultos y le dábamos mucho peso. Sin embargo, era poco camino que recorrer, así que debíamos seguir. No podíamos bajar la velocidad. Estábamos a punto de llegar.
-¡Dios! ¡Mira!
Observamos el panorama desde arriba de una colina. Los caballos del ejército verde, luchaban contra los rebeldes, que se protegían atrás de las murallas de palacio. No estaban tan organizados como el ejército verde, así que se notaban algunas pérdidas de hombres que ni conocía. Era tarde para detenerlos. Dos personas no podían hacer nada ante tal multitud.
-¡Debemos bajar hija! Tenemos que decirle a Rudolf que se detengan. ¡Allí está! ¡En el caballo blanco!
Los demás corceles eran negros, pero el de ese Rudolf resaltaba entre los demás. El sujeto peleaba con profesionalidad y fuerza.
Sin pensarlo más, comenzamos a cabalgar hacia el ojo de la batalla. La adrenalina corría por mis venas, el miedo se había ido de mi cuerpo. La yegua se estremeció al contactar tan cerca con la multitud de gritos y balas pérdidas. Empezó a moverse violentamente, asustada. Se levantaba en las dos patas traseras y relinchaba. Claramente, no estaba entrenada para nada más que pasear. Entré en pánico y pedí ayuda, como si alguien me fuera a escuchar.
-¡Alguien que tome las riendas!
Sentí un espacio atrás de mi y supe que mi padre se había caído del caballo. Escuché su grito y como me decía que me bajara. Pero temí lastimarme aún más el hombro, temí un montón de cosas tontas sin sentido.
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Yo te ordeno ©
Ficción históricaLa princesa Isabella vive en el Reino de Benicia. Su padre, el rey Adolf, es un tirano que gobierna de manera egoísta, provocando el odio de sus súbditos. ¿Qué pasaría cuándo le robaran la vida de su preciosa hija? Isabella tendrá que sobrevivir a m...