Aquella tarde fui al parque para relajarme unas horas y quitar de mi mente el estrés del trabajo. Me senté bajo la sombra de uno de los numerosos árboles que se encontraban a un lado del camino, muy cerca del lugar en que suelen jugar los niños.
Me gusta escuchar el sonido de la risa de los pequeños, me recuerda a aquellos tiempos en que la vida se veía más fácil, me recuerda a la inocencia que nosotros, al crecer, perdimos, aquella inocencia e ingenuidad que nos permitían tenderle la manos a todo aquel que la necesitase, ignorando la constante competencia que significa la vida.
Por esas horas no había mucho movimiento por el parque, había visto apena unas diez u once personas transitar por el camino en el transcurso de las últimas horas, nada que llamara realmente la atención, pues por esos días estaba comenzando a refrescar. Tampoco habían niños, sólo veía a uno u otro caminando de la mano de su madre, probablemente rumbo a su hogar, acortando a través del parque.
La tranquilidad había reinado en el ambiente desde hacía bastante tiempo y yo estaba demasiado relajado como para querer irme. Repentinamente un sonido rompió el silencio e invadió el ambiente: pasos, correteos y, finalmente, una figura, un niño, corriendo hacia su lugar de recreo. Sonreí al ver la inocencia en el rostro del pequeño y su risa aguda y sincera.
Observé por un rato al pequeño juguetear mientras me extrañaba por la aparente ausencia de su madre o padre. Él jugaba sólo en esos juegos infantiles como si estuviera rodeado por un millón de niños, reía y gritaba tanto que hasta a mí me lograba hacer reír. Cuando noté que su madre aún no había hecho acto de presencia, me acerqué un poco más para cuidar de él, siempre manteniendo una distancia prudente por si ella llegaba a aparecer.
El tiempo pasó con sigilo y el sol ya se iba a lo lejos, mas el pequeño no reparaba en ello y continuaba jugando sin parar. Yo recordaba a través de esa imagen mi infancia, libre y feliz, y por eso es que en realidad no me importaba seguir cuidando de él por el tiempo que fuera necesario.
La oscuridad se impuso entre los árboles y el único espacio iluminado eran los juegos en que el pequeño jugaba sin prestar atención al entorno. Las estrellas salieron para cubrir la noche y poco a poco pude comenzar a ver entre las sombras y escuchar entre el silencio tras las risas.
Escuché el movimiento y el crujir de algunas ramas del otro lado de la pequeña plaza en que el muchachito tanto se divertía y noté que no estábamos en completa soledad, era un sonido demasiado fuerte para ser de los pequeños animales y poco fluido para ser de las aves. Me paré y forcé la vista para ver quien anda ahí. Y lo que noté fue una silueta, humana, alta, pero aún muy oscura para poder ver su rostro.
La silueta avanzó con lentitud entre las ramas hasta llegar al borde del espacio de juegos, sin dejar ver más que una figura negra, casi indistinguible de la oscuridad misma. Fuese lo que fuese, o quien fuese aquel, sólo se quedó parado, observando el jugar del niñito por algunos minutos.
Pero un escalofrío cruzó mi espalda y una sensación de terror absoluto golpeó mi cuerpo, no, aquello no podía ser ni ligeramente bueno, lo sabía. Comencé a susurrar "Corre, corre, ¿Qué esperas?" y de a poco pude subir la voz hasta que un grito salió proyectado de mi garganta: "¡Corre, pequeño, corre!".
Y el niño detuvo su juego para mirarme algo asustado, luego volteó y se encontró con la figura entre las sombras del otro lado.
Sin demoras el pequeño comenzó a caminar lentamente, como en trance, hasta aquel ser. Al encontrarse en su cercanía, éste le tendió la mano y el pequeño la tomó con cautela, yo intenté gritar, pero no podía. Ellos comenzaron a adentrarse en el bosque y yo intenté seguirlos, pero mi cuerpo no respondía; antes de desaparecer completamente el pequeño niño me miró con sus ojos vidriosos, temerosos, como pidiendo ayuda.
Finalmente mi cuerpo se repuso, pero ellos ya habían desaparecido, indistinguibles entre las sombras. Intenté correr en su encuentro, mas, internado en la oscuridad, mirando desesperadamente hacia todas direcciones, correteando sin rumbo, jamás logré hallarlos.
Esa noche no logré dormir, aunque creí que había sido un sueño, y a la mañana siguiente me tomé el día en el trabajo para poder ir al parque. Allí el alboroto era total: Policías en todos lados y una mujer llorando cerca de los juegos; definitivamente lo mío no había sido un sueño y sabía que si hablaba no me creerían, así que seguí caminando.
De cuando en cuando regreso al parque y me siento bajo el mismo árbol, a veces escucho la risa del niño a lo lejos, a veces veo su silueta jugando y recuerdo sus ojos llorosos al alejarse temeroso y me culpo por no haberlo ayudado, pero una cosa es segura: Al caer la noche, fundido con las sombras, aún se encuentra ese ser oculto, riéndose de mí a lo lejos. Y las veces que he decidido correr para cazarle, tan sólo desaparece, fundiéndose con la noche, obligándome a escuchar el llanto y los lamentos del pequeño al que no pude salvar.