XXVIII

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Aquella tarde, antes de que se levantasen las señoras a preparar el café, como lo hacían siempre que había extraños en casa, traje a conversación las pescas de los niños y referí la causa por la cual les había ofrecido presenciar aquel día la colocación de los anzuelos en la quebrada. Se aceptó mi propuesta de elegir tal sitio para paseo. Solamente María me miró como diciéndome: «¿conque no hay remedio?».

Atravesábamos ya el huerto. Fue necesario esperar a María y también a mi hermana, quien había ido a averiguar la causa de su demora. Daba yo el brazo a mi madre. Emma rehusó cortésmente apoyarse en el de Carlos, so pretexto de llevar de la mano a uno de los niños: María lo aceptó casi temblando, y al poner la mano en él, se detuvo a esperarme; apenas fue posible significarle que era necesario no vacilar.

Habíamos llegado al punto de la ribera donde en la hoya de la vega, alfombrada de fina grama, sobresalen de trecho en trecho piedras negras manchadas de musgos blancos.

La voz de Carlos tomaba un tono confidencial: hasta entonces había estado sin duda cobrando ánimo y empezaba a dar un rodeo para tomar buen viento. María intentó detenerse otra vez: en sus miradas a mi madre y a mí había casi una súplica; y no me quedó otro recurso que procurar no encontrarlas. Vio en mi semblante algo que le mostró el tormento a que estaba yo sujeto, pues en su rostro ya pálido noté un ceño de resolución extraño en ella. Por el continente de Carlos me persuadí de que era llegado el momento en que deseaba yo escuchar. Ella empezaba a responderle, y como su voz, aunque trémula, era más clara de lo que él parecía desear, llegaron a mis oídos estas frases interrumpidas:

-Habría sido mejor que usted hablase solamente con ellos... Sé estimar el honor que usted... Esta negativa...

Carlos estaba desconcertado: María se había soltado de su brazo, y acabando de hablar jugaba con los cabellos de Juan, quien asiéndola de la falda, le mostraba un racimo de adorotes colgante del árbol inmediato.

Dudo que la escena que acabo de describir con la exactitud que me es posible, fuera estimada en lo que valía por don Jerónimo, el cual con las manos dentro de las faltriqueras de su chupa azul, se acercaba en aquel momento con mi padre; para éste todo pasó como si lo hubiese oído.

María se agregó mañosamente a nuestro grupo con pretexto de ayudarle a Juan a coger unas moras que él no alcanzaba. Como yo había tomado ya las frutas para dárselas al niño, ella me dijo al recibírmelas:

-¿Qué hago para no volver con ese señor?

-Es inevitable -le respondí.

Y me acerqué a Carlos convidándolo a bajar un poco más por la vega para que viésemos un bello remanso, y le instaba con la mayor naturalidad que me era posible fingir, que viniésemos a bañarnos en él la mañana siguiente. Era pintoresco el sitio; pero, decididamente, Carlos veía en éste, menos que en cualesquiera otros, la hermosura de los árboles y los bejucos florecidos que se bañaban en las espumas, como guirnaldas desatadas por el viento.

El sol al acabar de ocultarse teñía las colinas, los bosques y las corrientes con resplandores color de topacio; con la luz apacible y misteriosa que llaman los campesinos «el sol de los venados», sin duda porque a tal hora salen esos habitantes de las espesuras a buscar pastos en los pajonales de las altas cuchillas o al pie de los magueyes que crecen entre las grietas de los peñascos.

Al unirnos Carlos y yo al grupo que formaban los demás, ya iban a tomar el camino de la casa, y mi padre con una oportunidad perfectamente explicable, dijo a don Jerónimo:

-Nosotros no debemos pasar desde ahora por valetudinarios; regresemos acompañados.

Dicho esto, tomó la mano de María para ponerla en su brazo, dejando al señor de M*** llevar a mi madre y a Emma.

María (Novela)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora