Insolación

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Insolación

(Historia amorosa)

Emilia Pardo Bazán

A José Lázaro Galdiano
en prenda de amistad


La Autora


- I -

La primer señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido de los limbos del sueño, fue un dolor como si le barrenasen las sienes de parte a parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las raíces del pelo se le convertían en millares de puntas de aguja y se le clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita, amarga y seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas ardían; latían desaforadamente las arterias; y el cuerpo declaraba a gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de cama, no estaba él para valentías tales.

Suspiró la señora; dio una vuelta, convenciéndose de que tenía molidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió las maderas del cuarto-tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba, y Asís exclamó con voz ronca y debilitada:

-Menos abierto... Muy poco... Así.

-¿Cómo le va, señorita? -preguntó muy solícita la Ángela (por mal nombre Diabla)-. ¿Se encuentra algo más aliviada ahora?

-Sí, hija..., pero se me abre la cabeza en dos.

-¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona?

-Clavada... A ver si me traes una taza de tila...

-¿Muy cargada, señorita?

-Regular...

-Voy volando.

Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Su ama, vuelta de cara a la pared, subía las sábanas hasta cubrirse la cara con ellas, sin más objeto que sentir el fresco de la batista en aquellas mejillas y frente que estaban echando lumbre.

De tiempo en tiempo, se percibía un gemido sordo.

En la mollera suya funcionaba, de seguro, toda la maquinaria de la Casa de la Moneda, pues no recordaba aturdimiento como el presente, sino el que había experimentado al visitar la fábrica de dinero y salir medio loca de las salas de acuñación.

Entonces, lo mismo que ahora, se le figuraba que una legión de enemigos se divertía en pegarle tenazazos en los sesos y devanarle con argadillos candentes la masa encefálica.

Además, notaba cierta trepidación allá dentro, igual que si la cama fuese una hamaca, y a cada balance se le amontonase el estómago y le metiesen en prensa el corazón.

La tila. Calentita, muy bien hecha. Asís se incorporó, sujetando la cabeza y apretándose las sienes con los dedos. Al acercar la cucharilla a los labios, náuseas reales y efectivas.

-Hija... está hirviendo... Abrasa. ¡Ay! Sostenme un poco, por los hombros. ¡Así!

Era la Diabla una chica despabilada, lista como una pimienta: una luguesa que no le cedía el paso a la andaluza más ladina. Miró a su ama guiñando un poco los ojos, y dijo compungidísima al parecer:

-Señorita... Vaya por Dios. ¿Se encuentra peor? Lo que tiene no es sino eso que le dicen allá en nuestra tierra un soleado... Ayer se caían los pájaros de calor, y usted fuera todo el santo día...

-Eso será... -afirmó la dama.

-¿Quiere que vaya enseguidita a avisar al señor de Sánchez del Abrojo?

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