— XII —
Doloroso es tener que reconocer y consignar ciertas cosas; sin embargo, la sinceridad obliga a no eliminarlas de la narración. Queda, eso sí, el recurso de presentarlas de forma indirecta, procurando con maña que no lastimen tanto como si apareciesen de frente, insolentonas y descaradas, metiéndose por los ojos. Así la implícita desaprobación del novelista se disfraza de habilidad.
Tocante a la cita que la marquesa viuda de Andrade pensaba conceder en falso, con resolución firmísima de hacer la del humo, la novela puede guardar un discreto mutismo; y no faltará a su elevada misión, con tal que refiera lo que ocurría a la puerta de la dama: indicación sobria y a la vez sumamente expresiva.
La berlina de la señora, enganchada desde las cinco, esperaba allí. El cochero, inmóvil, bien afianzado en su cuña, había permanecido algún tiempo en la actitud reglamentaria, enarbolada la fusta, recogidas las riendas, ladeado graciosamente el sombrero y muy juntas las punteras de las botas; pero transcurrido un cuarto de hora, el recalmón de la tardecita y el aburrimiento de la espera le derramaron en los párpados grato beleño y fue dejando caer la cabeza sobre el pecho, aflojando las manos, exhalando una especie de silbido y a veces un ronquido súbito, que le asustaba a él mismo despertándole... También el caballo, durante los primeros momentos de quietud, se mantuvo engallado, airoso, dispuesto a beberse la distancia; pero al convencerse de que teníamos plantón, desplomó el cuerpo sobre las patas, sacudió el freno regándolo con espuma, entornó los ojos y se dispuso a la siesta. Hasta la misma berlina pareció afianzarse en las ruedas con ánimo de descansar.
Y fue poniéndose el sol, subiendo de piso en piso a despedirse de los cristales, refugiándose en la copa de las acacias de Recoletos cuando ya las envolvía la azul y vaporosa bruma del anochecer; y el calor disminuyó un tantico, y el farolero corrió encendiendo hilos de luz a lo largo de las calles... Berlina, caballo y cochero dormían, resignados con su suerte, sin que se les ocurriese que para semejante viaje no se necesitaban alforjas y que mejor se encontrarían la una metida en su funda, el otro despachando su ración de pienso, el último en su taberna favorita o viendo la novillada de aquella tarde...
Cerca de las siete serían cuando salió de la casa un hombre. Era apuesto y andaba aprisa, recatándose de la portera. Atravesó la calle y en la acera de enfrente se detuvo, mirando hacia las ventanas del cuarto de Asís. Ni rastro de persona asomada en ellas. El hombre siguió su camino hacia Recoletos.
— XIII —
Solía el comandante Pardo ir alguna que otra noche a casa de su paisana y amiga la marquesa de Andrade. Charlaban de mil cosas, disputando, acalorándose, y en suma, pasando la velada solos, contentos y entretenidos. De galanteo propiamente dicho, ni sombra, aun cuando la gente murmuraba (de la tertulia de la Sahagún saldría el chisme) que don Gabriel hacía tiro al decente caudal y a la agradable persona de Asís; si bien otros opinaban, con trazas y tono de mejor informados, que ni a Pardo le importaba el dinero, por ser desinteresadísimo, ni las mujeres, por hallarse mal curada todavía la herida de un gran desengaño amoroso que en Galicia sufriera: una historia romántica y algo obscura con una sobrina, que por huir de él se había metido monja en un convento de Santiago.
Ello es que Pardo resolvió consagrar a la dama la noche del día en que la berlina echó la siesta famosa. Serían las nueve cuando llamó a la puerta. Generalmente, los criados le hacían entrar con un apresuramiento que delataba el gusto de la señora en recibir semejantes visitas. Pero aquella noche, así Perfecto (el mozo de comedor, a quien Asís llamaba Imperfecto por sus gedeonadas) como la Diabla, se miraron y respondieron a la pregunta usual del comandante, titubeando e indecisos.
—¿Qué pasa? ¿Ha salido la señorita? Los martes no acostumbra.
—Salir..., como salir... —balbució Imperfecto.
