Prólogo

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La puerta se abre de golpe y entra una joven enfermera con cara de pánico.

-¡Doctor! ¡doctor! -los gritos hacen que el doctor Beneger levante la vista de la taza de café, era su momento de descanso, mejor dicho era su momento de descanso.

-¿Qué ocurre?

-El paciente de la número diecisiete necesita atención urgente.

-Voy -se levanta de golpe y camina deprisa tras ella. El paciente de la diecisiete era un pequeño niño de diez años que hace pocos días fue separado de los brazos de su madre, una vieja drogadicta que lo maltrataba. El niño sufre fuertes alucinaciones, siempre habla de un hombre flaco, alto y de rostro oscuro con una gran sonrisa. Un niño que vive presa de pánico.

Al entrar en la habitación ve al pequeño acurrucado en una esquina de la cama con la cabeza entre las rodillas. Se puede ver como temblaban las manos entre su pelo rubio.

-Ey, pequeño -su voz es suave, no quiere alterarlo- mírame. Venga, no tengas miedo.

El niño levanta la cabeza despacio, como si algo se pudiera abalanzar sobre él si hace algún gesto brusco. Sus mejillas están empapadas por las lágrimas.

-Ahí -señala una esquina con un dedo tembloroso.

-¿Qué hay ahí? -con cuidado se sienta en la cama, no muy cerca de él, no sería la primera vez que escapa del contacto físico.

-Él.

-¿El hombre alto?

-Si -por primera vez el niño mira al hombre- no quiere irse. Dice que debo hacer cosas -acerca su cara a la del doctor- cosas malas a gente buena

-¿Qué gente?

-A usted -fija la mirada en la esquina abriendo muchos sus claros ojos- ¡socorro! -se aprieta contra la pared como si quisiera traspasarla. Vuelve a su posición inicial- mamá...

Una de las enfermeras se cubre la boca con una mano mientras la otra descansa sobre su pecho. No es fácil ver como ese pequeño niño llama por una madre que nunca lo protegería, pero para él es lo único que tiene.

Por la puerta entra un hombre de unos cincuenta años, bata blanca (al igual que su pelo y barba) a paso ligero.

-Aparta -empuja al doctor Beneger. Observa al niño de cerca y se gira bruscamente hacia las enfermeras- llévenlo a la sala treinta y uno -ellas dudan un instante, pero hacen lo que les han mandado.

-No creo que sea necesario -se planta firme el joven doctor- el niño está asustado, simplemente hay que hablar con él.

-No te metas -el hombre que dio la orden no parece ceder- soy el director y tú un novato. ¿No lo entiendes?

-Lo entiendo muy bien, pero usted no comprende que esto se puede solucionar sin tener que recurrir a métodos tan agresivos para un niño de tan solo diez años.

-Está loco. Ve cosas que no existen.

-No creo que llamar así a un paciente en un centro de psiquiatría sea lo más apropiado.

-Cierra tu bocaza ya. Vete a terminar tu café -dicho esto da media vuelta y se va.

El doctor Beneger se pasa la mano por su castaño pelo. No quiere ver como ese viejo cascarrabias tortura al pequeño, pero tampoco podía quedarse ahí sin hacer nada. Suspira agotado, este trabajo empieza a complicarse y solo lleva ocho mese allí.

Camina con paso lento, pero seguro. En un sitio como este uno debe parecer totalmente seguro. Llega al pasillo indicado, unas puertas más y llegará a la treinta y uno. Cuando esta a punto de abrir la puerta la joven enfermera que le avisó sale con la mirada baja.

-Hola -saluda el joven hombre.

-Eh...hola -la mujer levanta la vista, le dedica una sonrisa triste y continúa su camino. Para en seco y se gira- no te recomiendo entrar. Es horrible -y se va.

Mira la puerta dubitativo. Un sonido extraño resuena desde el interior, no podría describirse con exactitud, pero es capaz de erizar la piel. "Electroestimulación", ella tiene razón, mejor no verlo. Da media vuelta, mete las manos en los bolsillos y se va mirando el suelo.


La punta de un lápiz rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora