Las palabras daban vuelta en su cabeza, estaban coqueteando con su conciencia, sin embargo se quedó mirando el papel y el lápiz sin poder iniciar la carta. Hacía varias horas que la oscuridad reinaba en la habitación, la misma casa se veía tan lúgubre desde el salón donde estaba sentado y la noche empezaba a cortar los suspiros.
Desde tempranas horas de la tarde la electricidad había desaparecido, y entre las cortinas se podían ver los últimos rayos de sol del atardecer. Volvió a mirar el papel y dio una mirada al techo soltando sus ideas en un soplido que movió las telas de arañas que decoraban un rincón del cielo raso. Se detuvo dos segundos a pensar en la misma idea que no podía plasmar en papel y caminó alrededor de la casa.
Se acercó lentamente, desganado pero decidido, al estante de libros y los observó uno a uno esbozando una sonrisa triste. Buscó en unos cajones y sacó una vela ya percudida; nunca antes había encendido una, no al menos en mucho tiempo.
La luz ténue de la vela caía sobre el papel y aún así se quedaba inmóvil viéndolo. Analizándolo. Contemplando. Preparando su cuerpo para escribir, pero el silencio lo cautivaba mientras su cabeza era un constante ruido que no callaba. Encendió un cigarro con la llama de la polvorienta luz y cerró los ojos.
Poco a poco la oscuridad fue completa en la casa, y los sonidos de la calle se calmaban. Se podía percibir a lo lejos gatos peleando por la basura de algún vecino, y hasta algún vehículo que volvía resacado a su hogar luego de una larga jornada. La sala se llenaba de un color grisáceo y un aroma penetrante a tabaco mezclado con un café frio que dejó sin terminar del desayuno.
Miró la pared frente a sus ojos y simplemente pensó una y otra vez perdido entre los dibujos del papel tapiz como volcar las palabras. Sabía que si comenzaba a escribir no podría detenerse. Era su maldición, se atrapaba en su mundo al escribir. Su mano danzaría sin parar. No tenía a nadie que lo trajera nuevamente a la realidad.