Cuando ya la vela estaba a la mitad, volvió a encender un cigarro y caminó alejándose lentamente de la luz. Empezó a hondar en las sombras que lo abrazaban y poco a poco desapareció. Hubo un silencio aterrador. Se escuchaban caer las gotas de la canilla mal cerrada y entre la oscuridad se veía de vez en cuando un brillo rojo que se intensificaba religiosamente cada 10 segundos.
Finalmente se vió caer el punto rojo al suelo y se escuchó como sus pies machacaban la colilla del cigarrillo como si fueran todas sus ideas. Sintió una liberación. A lo lejos, el reloj de la habitación de dormir aturdía la noche con su tic-tac.
Una leve brisa movió la llama, se podía escuchar como rechinaba una puerta al abrirse y luego más silencio. La luz de la vela no lo alcanzaba, pero se podía sentir como sonreía en medio de la oscuridad, como si algo bueno por fin hubiera sucedido. Se sintieron sonidos violentos dentro de la casa que despertaron a unos cuantos perros en el vecindario. Silencio nuevamente.
Pasos arrastrados se aproximaban a la llama, a unos metros ya empezaba a ser visible, cargaba con algo en los brazos, algo grande, pesado, metálico. Levantó el papel y arrojó violentamente el lápiz, acción que casi apaga la única luz que lo acompañaba, y de un solo golpe puso una máquina de escribir sobre el escritorio. La vela tembló por segunda vez y casi vuelve a perder la luz.
Volvió a encender un cigarro, el último que le quedaba, pero no lo fumó, solo le dio un beso tímido y lo dejó sobre el cenicero a su izquierda. Sobre la mesa tenía un par de libros que no se podían leer los títulos, solo se apreciaban letras doradas y tapas elegantes. A su derecha estaba el lapicero junto a la vela que ya casi estaba en los últimos minutos de luz, delante de él solo tenía una pared y un poco a la izquierda la ventana por donde podía ver como la luna se escondía detrás de nubes que jugaban. Más abajo a la izquierda había un pañuelo detrás del cenicero, tapando sus intenciones pero sobre éste estaba el paquete ya vacío de cigarrillos y el dorso de una fotografía que tenía escrita una fecha.
Puso sus manos sobre la máquina de escribir mientras el humo se acercaba a sus ojos y dio un suspiro decisivo, puso el papel en el aparato oxidado y empezó a escribir. Se escuchaba el eco de las teclas por los pasillos de la casa. Era un sonido frio, violento, firme. Sentía como sus ideas se condensaban. Escribió solo unos renglones y se detuvo.
Miró la vela ya queriendo apagarse, luego el cigarrillo consumido y volteó a ver la taza de café helado que tenía sobre la mesa a sus espaldas. Sobre ella había otro papel. Las palabras no se podían distinguir, pero eran palabras tan filosas como las que había dejado salir de su mente hacia unos instantes. Tomó la foto y la acercó al fuego. La sala se iluminó majestuosamente, se podía ver los rincones más alejados. La presencia del silencio era sublime y la vela se consumió cuando las nubes por fin descansaban y dejaban a la luna iluminar la ciudad; pero en medio de la oscuridad se escuchó el sonido que despertó a los vecinos. Todas las casas se alarmaron y salieron, comenzaron los murmullos. Pero su casa estaba tranquila, ese había sido el sonido final, ya no había más, el silencio era pleno, había paz.
Entre la oscuridad se podía ver como la luna entraba por la ventana develando las palabras con la tinta aun fresca sobre el papel manchado que decía “En el silencio, en la oscuridad, en la inmensidad del tiempo, siento una curiosidad casi destructiva, y es ahí, en ese instante, en la fracción de segundo invisible, donde la muerte es la salida.”