"El canal 94"

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El nuevo televisor que papá me había comprado ocupaba gran parte de mi habitación. El estante que lo sostenía temblaba cada vez que pasaba cerca de él, como si el aire lo moviera, y a veces daba la impresión de que el peso del televisor le iba a ganar y se iba a caer; seguro que ese televisor no resistiría una caída como ésa.

Yo no necesitaba un televisor nuevo. Papá me había prometido un regalo sorpresa si pasaba satisfactoriamente el tercer año de secundaria. Claro que cuando él dijo regalo “sorpresa” yo creí que se refería a algo que realmente valiera la pena, como un Play Station 3 o un Xbox. Pero no, me compró un gran e inservible televisor que más que ser entretenido, era un estorbo que ocupaba mi espacio.

Pero qué más da. Me limité a agradecerle por el regalo. Lo único que pude hacer fue sentarme a mirar mis canales favoritos. Si hay algo que tengo que admitir, es que estos nuevos televisores tienen una resolución excelente; las películas de acción o con muchos efectos especiales sé que vale la pena verlas en mi nuevo televisor. Era un LCD de 40 pulgadas, sólo para mí, aunque como ya dije, de qué me sirve un buen televisor sin una buena videoconsola.

Todo siguió como de costumbre hasta que llegó esa madrugada. Yo dormía tranquilamente hasta que una luz me despertó; era el televisor, se había prendido de repente.

“Seguro se encendió la alarma del televisor”, pensé, y lo apagué en seguida sin darle más importancia para así volver a dormir. Minutos después, el televisor volvió a encenderse.

Estaba seguro de que no era la alarma la que había hecho que el televisor se encendiese, pero eso sólo le daba más confusión innecesaria a mi cabeza. Lo volví a apagar. Esa noche no se volvió a encender, y el día siguiente transcurrió con calma; fui a la escuela, mi padre al trabajo y mi madre se quedó en casa cuidando la misma y arreglando el desorden que provocábamos. Al llegar me tiré cansado a mi cama y eché una siesta.

Una vez más el televisor me despertó. Lo raro era que siempre que se encendía, lo hacía en el canal 94, un canal que no tenía programación, sencillamente pura estática. Pero esta vez fue diferente. Esta vez el televisor emitía sonidos entrecortados, que cada vez se hacían más claros, al igual que la imagen.

Hasta que lo pude ver. La estática cobró forma en lo que parecía ser un rostro, un rostro que no era humano, sino que más bien parecía humanoide. El sonido se hizo más claro hasta escucharse un repetitivo “¿Puedes escucharme?”.

Me quedé impresionado, por un instante creí que me hablaban a mí. Me quedé viendo lo que creí que se trataba de un programa, pero el humanoide no dejaba de preguntar si alguien lo escuchaba.

—Te estoy hablando a ti —dijo.

“Rayos, creo que debería volverme a dormir”, pensé en ese momento. Sólo me limité a decirle:

—¿Me hablas… a mí?

—Vaya, sí me escuchas, por un momento creí que el holograma no funcionaba —dijo la cara, con una voz algo confortante—. ¿Cómo te llamas, niño?

—Me llamo… Alexander —le dije, sin poder evitar esa sensación de estar hablando con el televisor.

—Ah, qué lindo nombre. Mucho gusto Alexander, yo me llamo Argorio.

—Sí, eh… es un gusto, también…

—Sí, lo sé, debes de estarte preguntando qué rayos está pasando —dijo, moviendo sus ojos, probablemente fijándose en mi habitación—. No es fácil creer lo que te voy a decir, pero necesito que me prestes mucha atención.

En ese momento mi cabeza estaba a punto de estallar. Para empezar, ¿qué era esa cosa? ¿Un alien? ¿Un mutante?, y ¿por qué a mí?, ¿por qué se me apareció a mí? Pero aunque tenía muchas preguntas, decidí escuchar lo que me quería decir.

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