Cap_1A

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Seth y Kaýös se sientan a la mesa.

~20~

El aire se respiraba compacto, viejo y familiar, de una manera completamente nueva. Quizá llevaba demasiado tiempo fuera de casa. ¿Acaso podía aún considerar aquella ciudad su hogar? Allí había vivido alguien que ya no era. No se sentía parte de nada de lo que veía, pero de algún modo... de algún modo el caos, los gritos y aquella aglomeración de personas le transmitían con sus recuerdos una cierta armonía.

Las puertas estaban abiertas, ¿cómo no estarlo? Era imposible cerrarlas, dado a que una cantidad ingente de puestos de mercado se distribuían desde el interior de la muralla hasta desbordar hacia los arrabales que, pegados a la fortificación, aguantaban al margen de la defensa. Tampoco se podía decir que hubiese mucho de lo que se necesitase resguardarse; nada más que viento en su gran mayoría.
Phylos siguió avanzando a lo largo de la multitud, y se fijó en que a pesar del ambiente de actividad, la urbe parecía extrañamente desolada. Casi daba la sensación de que faltaba algo. Elevó la vista hacia el cielo y se percató de que había desaparecido el tono gris de la combustión que tan constantemente había teñido las nubes cuando él aún vivía allí. El humo, el fruto de las forjas que alimentaban los burdos motores que movían el sistema de correos y el transporte necesario para atravesar los despeñaderos que dividían los diferentes niveles de la ciudad. Ya no estaba. Sólo quedaba el habitual reflejo anaranjado de la tierra y el desierto que los rodeaban.

A través de la turba, Phylos se acercó hacia el acantilado que subía abruptamente para llegar al tercer nivel de la ciudad, y se quedó observando cómo el ascensor que conectaba las diferentes plantas permanecía quieto. ¿Cómo demonios...? ¿Qué había sucedido? Poco había escuchado de Laidrah desde que se había ido, al principio por mero desinterés, más tarde simplemente porque le concernía más lo que estaba sucediendo en el resto del mundo.

Se alejó del ascensor, y la costumbre ya casi perdida le llevó a la antigua casa de una de las pocas personas que había llegado a considerar amigo suyo. Y de la cual llevaba cinco años sin saber nada. Se sintió frío por dentro, quebradizo. "La única respuesta que se puede dar es que no hay ninguna respuesta." recordó, sin saber por qué. Eran las últimas palabras que había susurrado su tutor antes de morir, intoxicado por arsénico. La imagen de su cuerpo sin vida, descolorido, y el tacto de sus manos callosas le vinieron a la mente, y Phylos sintió que la ansiedad retomaba el control de su cuerpo. ¿Cuántos días había pasado vagando, bebiendo agua de los charcos que se formaban en el camino? ¿Cuánto tiempo, por aquel páramo hecho de gris y ceniza? Aquellos momentos en los que había deseado estar muerto, pero en los cuales no se había atrevido a llevar a cabo sus anhelos.

Como siempre, a ese recuerdo le sucedieron, aligerando la presión que sentía en la garganta, las imágenes de las jornadas posteriores en las que había llegado a un pequeño pueblo perdido en medio de la ruina. Había sido un vagabundo y un errante, muerto en vida, perdido y cansado. Nadie se había atrevido a mirarle a la cara, o a ayudarle. Y para él, que siempre había creído en la benevolencia humana, aquello había sido un golpe demoledor. Arrastrándose, sin ser querido, siendo nada más que un despojo; el hambre corroyéndole por dentro, hasta que casi pensó que acabaría por consumirse a sí mismo. Qué días. Por fin, había llegado el momento en el que se había dado cuenta de que nadie iba a ayudarle, no merecía la pena esperar.

-Disculpa, ¿puedes apartarte?-oyó una voz, casi al borde de su conciencia. Phylos se dio cuenta de que llevaba varios minutos parado delante de la puerta de la casa, quieto y pensando. Trató de sonreír, percatándose de lo extraño que debía parecer, y se giró para encarar al desconocido y disculparse.

Era un hombre quizá un par de años más mayor que él, pero que aparentaba bastantes más: ojeras surcando sus ojos azul tinta, barba oscura de varios meses que llevaba días sin ser cuidada, y las manos llenas de restos de carbón. La túnica que llevaba estaba sucia en las mangas, pero daba a entender que se trataba de una persona con una posición aceptable en el cargo de consejero de Gobierno. Sin duda no era nada más que un empleado que había tenido demasiado trabajo últimamente.

-Sí, ahora mismo.-dijo mientras se pegaba a la pared. El otro le dirigió la mirada vidriosa de quien recuerda por un segundo, pero al instante negó con la cabeza, y educadamente pasó al lado de Phylos sin decir nada más. Luego abrió la puerta de la casa, y entró en ella.

Phylos se llevó la mano al corto pelo rubio, del tono de la miel, y se lo apartó de la cara, mientras poco a poco se percataba de lo estúpida de la situación. Se acercó al pórtico y se dispuso a llamar, pero sus dedos se detuvieron a poco de tocar la madera. ¿Así iba a suceder todo? ¿Iba a, simplemente entrar y decir "hola, ¿te acuerdas de mí? Sí, siento no haberte dicho que estaba vivo, siento no haber vuelto a casa"? Dejó reposar la mano sobre los surcos de la entrada, pero aquello no duró mucho.

Golpeó la puerta. Ferhus siempre había dicho que pensaba demasiado.


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Nota de autora: Esto es para la gente plasta que ha insistido en que publicase algo. Se os quiere mucho.

Seile GaestDonde viven las historias. Descúbrelo ahora