¿Sientes la muerte?

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¿Sientes la muerte? No es el tipo de compañía que quisieras en una solitaria noche, pero por lo menos te da la certidumbre de que todo acabará muy pronto.

Yo no le hice mal a nadie, yo solo les ayudé a no sufrir; no lo entenderías, no hasta vivirlo. Éramos la familia perfecta, dos hijos estudiantes de calificaciones regulares, un padre amoroso y trabajador, y una madre. Una madre sin temor a nada, que sabía lo que quería y que estaba dispuesta a trabajar por ver a sus hijos con un título profesional. Pero... eso nunca pasará. ¿Por qué?

Te lo contaré.

Todo comenzó un miércoles hace tres meses. Ella se fue a trabajar con el objetivo de regresar con el dinero que quería su hijo menor para material escolar, ella solía ganar dinero extra si salía a comprar cosas que su patrón requería. Pensando en el dinero que solicitaba su hijo, ella salió por un mandado, Dios sabrá qué necesitaba... pero no regresó. Unos cuantos metros antes de llegar a su destino, fue embestida por una colosal bestia metálica conducida por un joven de no más de veinticinco años que gustaba de la velocidad. Ella murió al instante, y comenzó la agonía de su familia.

Su entierro fue digno de verse, acompañando al ataúd iban cerca de mil personas, todas ellas tristes. Y la familia, ahora sin un pilar, trataba de no derrumbarse, entre ellos yo, el hijo menor. El culpable de que ella haya salido en el momento equivocado para tener un dinerito extra para «material escolar», que en realidad lo quería para gastarlo con «amigos». Después de eso, mi casa no fue la misma. Las mañanas eran silenciosas y las comidas eran amargas, rara vez se oía dentro de la casa algo que no fuera el cantar de algún pájaro que intentaba alegrar el ambiente, pero al ver su fracaso siempre desistían. En la casa la tristeza te ahorcaba; en las mañanas, todos despertábamos sin ganas de despertar. Mi hermana y yo íbamos a la escuela sin ganas de estudiar, y mi padre... mi padre... trabajaba y vivía solo por nosotros. «Estoy aquí solo por ustedes, no saben cuánto me encantaría ir a buscar a mamá dondequiera que se haya ido, pero no los puedo dejar solos», decía muy seguido, y agregaba: «El día en que muera será el día más alegre de mi vida».

Por las noches solía escuchar del cuarto contiguo al mío la voz quebrantada de mi hermana, repitiendo: «Mamá, te extraño mucho». Mi hermana era mayor, pero no aguantó el duro golpe, repetía esa frase llorando a diario hasta sucumbir al sueño. Y yo... no me podía concentrar en nada, solo pensaba en mi madre y me sentía culpable de su muerte; soñaba a diario con ella, soñaba que yo le pedía perdón y ella dulcemente asentía, pero al despertar la culpa volvía. Me sentía el culpable del sufrimiento de mi familia también, y tres meses de esa culpa me cambiaron. Traté de evitar su sufrimiento a toda costa, llevándolos a lugares alegres, al cine e incluso a misa, con tal de no verlos tan tristes, tanto como yo lo estaba. Pero llegué a un punto... un punto donde sabía que solo una cosa los libraría de su tristeza, y de paso se llevaría mi culpa: la muerte. No fue fácil asimilar la idea, pero mientras más vueltas le daba, más convencido estaba, tenía que borrarles su tristeza al precio que fuera.

Pensando en varias formas de matarlos de modo que su sufrimiento sea el más mínimo posible, llegué a una conclusión, así que conseguí una droga que, según el vendedor, le daría el sueño más pesado del mundo al que la consumiera. Fue tanta mi desesperación por ejecutar el plan que olvidé el nombre de la droga e incluso cuánto costó, lo que sí sé es que aquel narcomenudista famoso en mi escuela tenía razón, ellos no gritaron, o por lo menos no intentaron hacerlo; las otras cosas que me harían falta las tenía en casa, así que comencé lo que sería el fin de mi familia.

Deposité aquel líquido incoloro en el té que solíamos tomar antes de dormir y en breve tiempo les dio tanto sueño que apenas pudieron llegar a salvo a sus camas. Tomé un cuchillo que había afilado previamente y comencé por mi padre. Hoy debió ser el día más feliz de su vida: volverá a ver a mi mamá. Le corté la cabeza, tratando de ser rápido y silencioso. Hubo sangre por doquier, aún la hay, pude haberle cortado solo la yugular y dejar que se desangrara, pero temía que sintiese el dolor, así que, como el cuchillo no cortaba fácilmente, decidí usar un machete que tenía guardado. Al terminar con él, proseguí a repetir las acciones antes descritas con mi hermana. Luego, limpié sus cuerpos y los vestí con sus mejores ropas. Cuidadosamente, los puse sobre dos mesas que junté, e incluso me dio tiempo de reírme por última vez poniendo la cabeza de mi hermana sobre el cuello de mi padre y viceversa, pero al final las cabezas estaban en el cuello correcto. Como no se me ocurrió una idea mejor, pegué las cabezas al cuello con simple cinta aislante, y sobre sus cuerpos puse una nota, que decía: «Favor de enterrarnos junto a la tumba de mi madre». Después de eso comencé a escribir esto con la finalidad de que sepan que no soy un asesino, solo quería que dejaran de sufrir...

Acabo de llamar a la policía, les conté de todo lo que hice, los llamé para que llegaran en unos minutos y los cadáveres se velarán y enterrarán antes de que la descomposición los vuelva apestosos y repulsivos. Esta carta ayudará a agilizar el trámite y los papeleos, ya que no hay culpable que buscar. Me voy a colgar esta carta en una mano para después amarrarme una soga en el cuello y colgar del techo como una funesta piñata. Contrario a lo que la mayoría cree, este método de suicidio no produce una muerte por asfixia, ya que el cuello, al no poder soportar el peso del cuerpo, produce una muerte cerebral instantánea.

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