Capítulo 1. Oliver Ray

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Nadie sabe de dónde llegó. Fue imposible prever o anticipar lo que se nos venía encima. Aquella enorme roca golpeó con la fuerza de un titán, alejando a nuestra vieja compañera la Luna. ¿Para siempre?




El chico mantenía el equilibrio cabeza abajo, apoyado en sus brazos, con las piernas hacia arriba, en una postura poco habitual para alguien que estuviera acostumbrado a caminar erguido. A lo extravagante de su pose había que añadir que aquel no era precisamente un sitio de lo más cómodo o seguro para tal acrobacia. Si bien la cornisa en la que se encontraba no distaba más de unos ocho metros del suelo, el golpe desde esa altura ya garantizaba un soberano coscorrón.

Uno podía pensar que estar haciendo el pino en lo alto de una casa ya era un desafío más que suficiente, tanto a la suerte como a la gravedad, pero él no pensaba detenerse ahí. Con un rápido movimiento, giró sobre sí mismo ejecutando una suerte de molinillo y emprendió una carrera hasta el extremo opuesto del techo en el que se encontraba. Habiendo alcanzado una velocidad considerable, al llegar al borde dio un gran salto consiguiendo caer en la azotea de la casa contigua, que se encontraba a unos buenos cuatro metros.

Rodó, se levantó ágilmente y continuó su carrera. Superó una barandilla de un brinco y realizó una nueva acrobacia. Sin dejar de correr, se acercó al extremo con la intención de lanzarse a un tercer techo. Apretó los dientes, cerró los puños, respiró rápida y profundamente (tres veces) y cuando ya casi estaba en el aire...

—¡Oliver! ¡Oliver Ray!

Al girar la cabeza en dirección de la voz, erró la última zancada, precipitándose al vacío.

—¡Ay, madre! ¡Ay, madre! ¡Ay, madre!

—¡Ay, madre! ¡Ay, madre! ¡Ay, madre!

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Fue todo lo que acertó a decir. Por suerte, o quizás la suerte no tuviera nada que ver, antes de golpearse primero con la pared contraria y luego con el suelo, pulsó un botón en su pecho y el traje se hinchó hasta convertirle en una versión aireada de un muñeco de nieve. Tras rebotar como una pelota, quedó tendido en el suelo panza arriba. Sus expresivos ojos azules, que contrastaban con unos marcados rasgos asiáticos, quedaron mirando al infinito. Aparte de esto, Oliver Ray, con sus casi catorce años, no destacaba físicamente en nada, si acaso por una gran delgadez.

—Pareces un buñuelo, Sintonizado —rió el recién llegado, de rollizos mofletes y edad similar a la de Oliver. Estiró uno de sus largos brazos para ayudar a su accidentado amigo.

 Estiró uno de sus largos brazos para ayudar a su accidentado amigo

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Oliver Ray y las Luciérnagas del Infinito (Audiolibro)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora