Rutina imprevisible. EDITADO

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La alarma podía sonar en cualquier momento. Había que estar preparado, aunque tranquilo. Mario Saltiva buscaba que escuchar el sonido no se convirtiera en algo traumático. Aunque los motivos que tenía para estar ahí en ese
momento no eran los mejores, él esperaba que no empeoren más. Y debía estar alerta.

Sonó. Los siete bomberos, que en ese momento estaban sentados cerca unos de otros, se levantaron rápidamente. Se deslizaron de a uno por un caño a la planta baja, donde se les unió el jefe con las indicaciones y se subieron al camión, que estaba equipado por completo. Salieron, con la sirena encendida. Todo estaba ensayado y calculado para que sea rápido. No había tiempo que perder.

El conductor, Ulises Cócaro, ya sabía hacia donde tenian que ir. Al principio no tenía obstáculos. Cuando vio que los autos estaban detenidos ante un semáforo, decidió cambiar de carril e ir de contramano. Quiso volver a cambiarse cruzar en rojo. Tuvo que bajar la velocidad para pasar sin rozar los autos, porque la autobomba era demasiado grande y tenía poco espacio. Cuando logró pasar, volvió a acelerar. A su lado, el jefe le daba algunas sugerencias. Ulises estaba acostumbrado a que los recorridos sean muy irregulares. No sólo variaba la ubicación. También lo hacían los horarios y el tránsito.

En pocos minutos, llegaron. Antes de doblar la esquina, a dos cuadras del lugar, ya se veía el humo por detrás de un edificio.

  Se bajaron del camión. Había gente reunida en la vereda. Vieron que el incendio se producía entre el segundo y el cuarto piso, dejando dos pisos arriba que parecían intactos. Se acercaron a una señora que se veía angustiada e intentaba hablar por teléfono.

—¿Hay alguien adentro?

—Mi hija está en el cuarto piso —respondió desesperada—. No me responde el teléfono.

—Alguien debe entrar por la ventana —dijo Andrés Ozuna, uno de los bomberos—. Pero no creo que ese balcón aguante mucho —señaló.

—Vayan ustedes dos —dijo el jefe, señalandolos a él y a Mario—. Los demás entren por debajo.

Mario y Andrés subieron a la escalera, que empezó a alargarse. Iván, otro de los bomberos, subió a la parte baja con la manguera y empezó a rociar el edificio. Los otros entraron por la entrada principal.

Los balcones estaban bastante deteriorados. Andrés pasó primero, pisando con cuidado. Estaba por abrir la ventana y Mario ya había pasado una pierna, cuando el balcón cedió.

Mario quedó colgado de la escalera. Andrés cayó al piso de abajo. Viendo que este tambien se caía, saltó y se metió rompiendo la ventana. Los balcones fueron cediendo de a uno, golpeando a los que estaban debajo, hasta que todos impactaron fuertemente en la vereda. La gente se apartó corriendo. hacían los horarios y el tránsito. Iván retrocedió, moviendo la manguera y derramando agua en la calle. La entrada había quedado bloqueada.

Bajaron la escalera para que subiera Andrés y luego este ayudó a Mario. Volvieron a moverla para el cuarto piso y entraron.

Era una cocina. Había varios muebles quemados, sillas rotas y los restos de una mesa. Se veían algunas llamas grandes. Una de ellas obstruía un pasillo que llevaba a otras habitaciones.
—¡¿Hay alguien ahí?! —preguntó Mario.

—¡Acá estoy! ¡Ayúdenme! —dijo la voz de una mujer.

—¿Hay fuego en la habitación?

—¡No, pero apúrense! Hay humo.

Andrés miró alrededor. Había una canilla. Buscó un recipiente, mientras Mario acomodaba las sillas y tomaba distancia.

—Esperá, ¿qué vas a hacer? Ya vienen los demás.

—Estos trajes soportan el fuego —dijo Mario, decidido. Era verdad, pero nadie se dirigía directamente al fuego para comprobarlo.

Empezó a correr. Puso el pie izquierdo sobre una silla y saltó por encima de las llamas, impulsandose en el aire con las manos y los pies en las paredes. Cayó pesadamente sobre una puerta. Esta, de madera y un poco quemada, se rompió cerca de la cerradura y se abrió. El traje impidió que se raspara y se lastimara. Se incorporó.

Vio un ropero inclinado sobre una cama. Del otro lado, encogida en un rincón, había una chica.

Él subió sobre el ropero y le dio la mano. La ayudó a pasar. Luego ella cayó al piso. Se la veía algo débil.

Mario escuchó crugir el techo. Una viga estaba por caer. Alcanzó a gritarle a la mujer, que se movió hacia la pared, pero aún así podía resultar lastimada. Cuando la viga finalmente se desplomó, saltó hacia adelante para protegerla. Con los brazos delante de su cara, golpeó la viga con el antebrazo izquierdo, cerca del codo. Esta cayó pesadamente sobre una estantería de vidrio, de la que volaron pedazos en todas direcciones.

—¿Estás bien? —le preguntó ella.

—Me lastimé el brazo. Vamonos —dijo él, agarrandose.

Ella se aferró a él y salieron juntos.

Andrés había apagado parte del fuego con una olla. Quedaba un espacio por donde pasaron. Él se les unió y bajaron por la escalera, donde encontraron a otros bomberos.

—Hay que salir por la ventana —dijo Miguel, uno de ellos—. ¿Queda alguien más?

—No creo —respondió Andrés—. Pero falta revisar los pisos de arriba.

—Se está derrumbando —dijo Mario—. Hay que salir
enseguida.

—Yo voy. Salgan ustedes —dijo otro bombero llamado Nicolás, y se fue escaleras arriba.

Bajaron por la escalera de bomberos. Mario usando una sola mano. Una vez abajo, les dieron mantas y un respirador para ella. A Mario le vendaron el brazo. Mientras tanto, observaba cómo volvían a subirla para sacar a Nicolás.
Esperó varios minutos, hasta que lo vio salir del último piso y descender, mientras la escalera recuperaba su tamaño normal. Suspiró aliviado.

El jefe se acercó a Mario. Le habló con un tono que no expresaba tanta preocupación como la idea de que ya había pasado eso antes.

—¿Estás bien? ¿Que ocurrió?

—Se iba a morir —dijo en tono resignado —. Tenía que hacer algo.

La llama interior.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora