Ética para Amador nunca tuvo otro propósito que ayudar a los profesores que daban clases de ética en los institutos, una asignatura nueva que se introdujo al acabar la dictadura, cuando la democracia daba sus primeros pasos, como única alternativa posible a la asignatura de religión. Ya de entrada no parecía una alternativa demasiado sensata porque la ética no excluye la religión: los temas que trata la ética deberían interesar tanto a las personas religiosas como a las que no lo son.
Tampoco existían temarios ni manuales, de manera que muchos profesores de instituto estaban desesperados porque no sabían cómo enfocar la asignatura. Cogían el periódico y discutían las noticias, ponían sobre la mesa temas como el aborto, la energía nuclear, las elecciones... Después se debatía, cada alumno decía lo que le parecía, y no se avanzaba apenas, tenía bien poca gracia.
Por esas fechas una amiga mía que era profesora
en un instituto de Barcelona me pidió si podía escribir un libro para inspirar las discusiones. Como yo tenía un hijo de quince años, que ahora va a cumplir los treinta y cinco, pensé en tomarlo como modelo de la clase de chico al que quería dirigirme. Mi idea fue poner por escrito no tanto lo que se debía pensar sobre los distintos problemas éticos, sino más bien, exponer los motivos por los que es tan valioso dedicar un tiempo a pensar en e los. No es un libro que ofrezca soluciones, su propósito es explicar por qué es mejor protagonizar una vida deliberada y razonada que actuar de manera automática.
Su función era meramente instrumental, estaba pensado para cubrir una necesidad educativa; lo curioso es que no existía un ensayo pensado para jóvenes. Los adolescentes pueden escuchar música, leer novelas, ver películas, filmadas y compuestas pensando en sus intereses, pero no podían leer un ensayo sin sentir a cada página el aliento de un adulto, posado sobre su hombro como un cuervo, con el propósito de indicarles lo que tenían que pensar en cada momento. No existía un libro que pudieran abrir y
avanzar tranquilamente por los razonamientos, como si fuese una novela de Stephen King. Además de ser útil a los profesores y a los alumnos durante la clase de ética, el libro pretendía ser también una ayuda para los padres. Porque a menudo los padres queremos hablar con nuestros hijos pero es difícil enfocar el tema, no vas a decirle: «Siéntate ahí que vamos a hablar de moral». En cambio, un libro puede establecer un punto de partida, y un acercamiento.
Han pasado dos décadas, y, evidentemente, tener quince años hoy no se parece demasiado a los quince años de entonces. La percepción de los comportamientos que los jóvenes consideran normales es muy distinta. Disfrutamos de más libertad, de más confort, y muchas circunstancias se han alterado notablemente. Hoy somos mucho más desenfadados, cuando yo era joven éramos más ceremoniosos. En mi colegio, cada vez que entraba un adulto en el aula, aunque fuese para reponer la tiza, toda la clase nos poníamos de pie, y además, había que decir: «Ave María Purísima», algo que, evidentemente, ya no ocurre hoy. Cuando las personas mayores dicen que ya no hay
valores, se refieren a que las mujeres salen a la ca le en lugar de ir a misa, o que levan las faldas más cortas, que se puede comer todos los días, o a todas horas. Lo que cambian son las supersticiones.