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Ochiés irradiaba un aura brillante, pero peligrosa. Un domo lleno de estrellas se elevaba a una distancia infinita arriba de las cabezas de aquellos que aún seguían despiertos. Lo cual era, prácticamente toda la ciudad. El cielo tranquilo junto a la luna cuidaban a los habitantes. O mejor dicho, los encarcelaban en una metrópolis violenta y corrupta pero disfrazada de un irresistible encanto. La ciudad de Ochiés, un infierno descrito de forma poética y pintada con colores oscuros.

Corría el otoño de 1959; ya no se hablaba tanto de la Guerra, incluso para algunos parecía una pesadilla lejana. Sin embargo, los cambios drásticos que trajo para todo el mundo se podían ver a simple vista. Casi todo el mundo tenía una televisión, se producían mejores autos, la moda y la música dieron una nueva cara, se podía oler la libertad, la rebeldía... También la clase conversadora obligaba a las mujeres a volver a donde pertenecían, el hogar. ¡Oh! De igual manera, personas de color y asiáticos no les iba también.

Los hombres creando un mundo ideal y fantástico. Esta ciudad lo era, o al menos la gente se engañaba que así era. Esa noche había familias saliendo del cine, parejas en restaurantes costosos, jóvenes en burdeles y finalmente estaba Keith, el curioso trotamundos que había conseguido un empleo de mesero en la cafetería Sucre o Verí y se dedicaba por las noches a ganar chucherías en el billar de la avenida Central. Dinero, tragos, anillos, chaquetas. Aquella vez se adueñó de un boleto de cine, veinte dólares y un par de cajetillas de cigarrillos.

—Eres el diablo, Keith —comentó fascinada Lulu, una coqueta neoyorquina con la lengua afilada que se había mudado a Ochiés hace varios meses. La mesera había recibido el par de cajetillas como obsequio por parte del castaño. Mientras compartían un soda de frutilla, Keith pudo olfatear su aliento y ver su uniforme de trabajo jaloneado. Seguramente algún cliente le había invitado un trago de vodka y se habían divertido en las mesas de atrás. Sin llegar a mayores, claro. Lulu, la jovencita que trabajaba de secretaria en un banco por el día y servía a los borrachos durante las noches.

—Solo soy un sujeto con suerte.

—Ojala yo pudiera ganar algo así -dijo la chica algo desganada. Su única estrategia para salir victoriosa de cualquiera situación estaba relacionada con su astucia y el curvilíneo cuerpo que poseía, algunas veces un intercambio de insultos le iban bien. Sacudió su cabeza y miró al reloj—. Sin embargo, nadie puede ganarle al tiempo.

El castaño no parecía entenderle hasta que siguió su mirada y conecto los puntos. Su nueva entrada para la obra "Los ojos que vieron la muerte" de Agatha Christie dejaría de tener valor alguno en diez minutos.

—¡Tengo que correr! Gracias, Lulu —exclamo para salir corriendo, no sin antes despedirse con un beso en la frente de su pequeña protegida, siete años mayor que ella.

La calle Galerida, Ocean Street, B. Maniaca y la avenida Yoplack eran cruzadas rápidamente por un hombre muy apurado; el observador atento notaría que llevaba una chaqueta ajustada y unos zapatos que no eran de su número, causando ciertos trompicones. Sin embargo, el observador perspicaz pudo ver como ese castaño rojizo tenía un brillo peculiar en sus ojos y dentro de su puño un trozo de papel.

Finalmente, a unos cuantos minutos de que las puertas de cerraran, Keith logró sentarse en su butaca, situada (curiosamente) cerca de los palcos y el escenario.

—Tal vez si sea un poco afortunado, Lulu —susurró para sí.

Los minutos pasaron y la magia de la actuación se encargó desaparecerlos. Todo el mundo estaba tan absorto en la tragedia de la familia Crale y el asesinato del patriarca, compartieron la desesperación del abogado Justin Fogg. Todo el elenco eran totales desconocidos para el trotamundos maravillado con la historia.

Besos de MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora