Dolor.

121 16 14
                                    

Tenías tu propia búsqueda implacable, creías en lo imposible; yo, por mi parte, creía en ti y en la convicción de tus ojos.

Te gustaban los tesoros, las leyendas y los secretos, y yo te di cada uno de los míos.

Recuerdo tu obsesión por encontrar el Santo Grial, decías: "Seremos felices, juntas hasta la eternidad"; yo sonreía y trataba de convencerme a la idea.

Nunca me sentí tan libre. Decían que esto era una etapa, cuestionaban, nadie te entendía. Nadie tenía tanta fe como yo la tuve en ti.

La sala de tus padres era inmensa, con tantos libros, tantos cuadros. Recuerdo llamarte ricachona mientras me paseaba maravillada por la habitación, y tus brazos rodeando mi cuerpo mientras observaba cada cuadro. Paré a preguntar por uno, lo había visto antes, mas no sabía su nombre. "Es la Flor de Lis", sonreíste y luego me besaste.

Amé cada una de tus imperfecciones, aprendimos a llevar nuestro carácter.

Me hacía ilusión cada cosa de ti, una vida eterna contigo, pero las responsabilidades llegaron. El trabajo nos absorbía, no teníamos el mismo tiempo de antes; sin embargo, era reconfortante, después de un largo día, llegar a nuestra pequeña y humilde casa y que estuvieses para recibirme.

Así pasaron los años. Tu familia no aceptaba lo nuestro, te lo recriminaban en cada momento; la mía simplemente dejó de hablarme, como si ya no existiera. No importaba, tú eras mi nueva familia, no estaba sola.

Estabas acostumbrada a los lujos, algo que yo no podía darte; apenas teníamos para servicios y comida.

Temía que me abandonaras por alguien mejor.

Con esfuerzo y sacrificio salimos adelante, trabajo estable con buenos salarios.

Tu familia lo aceptó y se arrepintió por su comportamiento; nunca te había visto tan dichosa, y más cuando me aceptaron como una hija más.

Mi familia me olvidó y eso rompió mi corazón.

"Nuestro corazón está en partes, cada una asignada para alguien que amas. Prometo nunca romper la parte que me diste", lo decías mientras acariciabas mi cabello y yo lloraba en tu regazo.

Queríamos expandir nuestra familia, intentamos adoptar, pero no resultó; luego fue la inseminación artificial. Te sometiste a tantas cosas, tus ojos estaban llenos de esperanza, trágicamente vi como esa luz se fue apagando.

No podías embarazarte. Llorabas por las noches, esta vez a mí me tocó consolarte.

Recuerdo el día que llegué a casa, llamándote para decirte que yo podía intentarlo también, pero no obtuve respuesta.

Enloquecí en cuestión de minutos. No contestabas tu teléfono; tras el séptimo intento, tu padre contestó el suyo.

No lo comprendía, en la mañana lucías bien de salud.

Me aterré al mirarte en aquella camilla: te habían sedado por el dolor, tu cara era más pálida de lo normal, tu cabello enmarañado y aquellas pronunciadas ojeras producto de tu insomnio.

No sabían lo que tenías, te administraban medicamentos para calmarte, pasabas casi todo el tiempo dormida.

Un día despertaste y pediste un espejo -nunca ordenaste muy bien tus prioridades-, cuando te lo entregué gritaste y recuerdo oírte decir indignada: "¡Tengo un nido negro en la cabeza!". Les diste un gran susto a unas cuantas enfermeras al pedir auxilio, lo que ellas no sabían es que era en nombre de la moda.

Las cosas parecían mejorar: el dolor bajó, estabas más tiempo despierta y haciendo chistes en todo momento, exagerando y exigiéndole al hospital un vestuario más lindo, según tanto gris no te favorecía.

Había tomado un permiso en el trabajo; en vista de tus mejoras, decidí volver por medio tiempo. Los doctores seguían trabajando en descubrir qué tenías.

Fue un jueves, tu madre decía que debía ir lo más rápido posible. El corazón se salía de mi pecho, no me dijo qué sucedía.

El tráfico de aquel jueves era imposible.

Corrí por los pasillos, pero sin embargo, no llegué a tiempo. Ya no estabas, tu madre gritaba, tu padre estaba totalmente destrozado.

No me pude despedir; no te pude decir cuánto te amaba, cuánto amaba tu risa, tus malos chistes, tus grandes ojos verdes.

No podía respirar, dolía demasiado. Te llamé, tenías que volver, estabas bien, estabas mejorando, no me podías abandonar, no podías romper esa parte de mi corazón.

Hoy hace dos años de tu partida. El dolor sigue ahí, te extraño más que nunca; pero estoy agradecida por el tiempo que te tuve. Debió ser mas, mucho más.

Nadie mejor que tú para romper mi corazón. Al final, te pertenecía y lo podías romper cuantas veces quisieras.

Estoy retada. Concurso Vivirlocamente.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora