Un frío ventarrón llegaba desde la costa esa mañana en la prisión estatal de San Quintín. Todavía estaba oscuro mientras James aguardaba, en una celda diminuta, el momento de su ejecución. Lo habían encadenado a dos guardias con rifles mientras otros cuatro, también armados, bloqueaban con sus cuerpos los barrotes. Él estaba sentado en el suelo. Respiraba con lentitud. Tenía los ojos cerrados y las piernas entrecruzadas en una forma extraña; el pie derecho sobre la rodilla izquierda y el izquierdo sobre la derecha. De un cierto modo, se veía como un chiquillo pecoso castigado en un rincón.
Al dar las seis, el traqueteo de la reja abriéndose le hizo pararse de un salto. Cinco guardias más entraron. Uno de ellos, que vestía uniforme militar, se le acercó.
—Ya es hora —le dijo—. A ver cómo te escapas de ésta.
James marchó por los pasillos de la cárcel hasta el patio tiritando, rodeado de una docena de celadores, observado por los reclusos que ya estaban despiertos. Finalmente, llegó junto con sus acompañantes a donde estaba el patíbulo. En lo alto, bajo el travesaño del que colgaba la soga, lo esperaban dos hombres: uno de nariz aguileña y traje negro que le daba un aspecto de buitre; el otro tenía ojos diminutos y miraba con gesto impaciente su reloj de bolsillo. Eran un médico y Rick Leonard, el fiscal de distrito.
Sin embargo, a esa terrible ceremonia le faltaba un último anfitrión, el comisario del condado. ¿A dónde se iría ese gordinflón?
—¡Déjenme pasar! —exigió una voz chillona— ¡Quítense de enfrente!
El séquito se apartó para darle paso a un hombre regordete con bigote de morsa. Éste se acercó a James y le palmeó la espalda con fuerza.
—Conque todavía estas aquí —dijo aquel rechoncho sujeto en tono de burla—. Pensé que para estas horas ya te habrías largado
—Sigo aquí porque quiero, comisario Hardy —respondió James.
—¿Entonces te irás en cuanto puedas o qué?
—Tal vez sí, tal vez no.
—Debo admitirlo, James —Hardy le dirigió una mirada cómplice—, siempre he admirado tus escapes. Nadie ha evadido a la justicia como tú. Dime, ¿cómo lo haces?
—Lo haré a su tiempo, téngame un poco de paciencia.
—Hijo, nadie roba tantos bancos con trucos de magia baratos y se fuga de diecinueve prisiones evaporándose. Has de tener un pacto con el diablo, ¿verdad?
—Ya lo sabrá cuando sea momento.
—Vamos, hombre, dímelo. A estas alturas ya no pierdes nada, después de todo, en un rato vas a usar una soga como corbata.
—Comisario, ya se lo dije, sea paciente.
—Mira chico —dijo Hardy entre dientes—, no nací anoche. ¡Tú tramas algo! Estoy seguro de que otra vez harás de las tuyas, y si no me dices cómo...
Un carraspeo detuvo la discusión. El señor Leonard balanceaba su reloj en una mano. Sus ojos se volvieron aún más pequeños, hasta casi desaparecérsele de la cara.
—Disculpen —les dirigió una mirada fulminante a todos—. ¿Podemos comenzar?
James, los guardias a los cuales estaba encadenado y Hardy empezaron a subir por las escaleras del cadalso. De pronto, el prisionero se detuvo a medio camino. Advirtió los muchos fusiles que le apuntaban desde los puestos de vigilancia, el techo de la prisión y alrededor del patio. Parecía que acababan de llegar. Uno de los celadores tironeó al condenado por la cadena y él fijó la mirada en el sheriff.
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El libro en el costal
Short StoryJames robó muchos bancos y escapó de 19 prisiones gracias a un libro que decidió regalar a su peor enemigo el mismo día de su muerte.