—¡Pronto! ¡Ayudadme! —pidió Karl a sus compañeros mientras tiraba con fuerza del pedazo de soga con el cual se cerraba la trampilla del sótano.
Las risotadas y el estrépito del caldero al chocar con las paredes de piedra de la casa, las escudillas rotas y otros cacharros menos identificables provenientes de arriba erizaban el pelo. Jayn y Andrew bajaron las escaleras de madera corriendo y cargaron la tranca entre los dos. Atrancaron deprisa. Enseguida, los tres tosieron con el polvo que les cayó encima cuando los cacodemonios volcaron la librería de Igor.
—Igor nos matará cuando vea lo que hicimos —señaló Jayn lo obvio.
—O algo peor —respondió Andrew.
—Luego nos preocupamos de Igor —Karl los hizo callar—. Ahora, esperemos que vuelva antes de que a los cacodemonios se les ocurra largarse a Beulen. Entonces sí que estaremos jodidos.
El ruido de más muebles lanzados al suelo hizo que Jayn hundiera la cabeza entre los hombros.
—Entonces —dijo ella—, ¿cómo queréis detenerlos?
—¡No sé! —Karl se rascó la cabeza impotente— ¡Andrew! ¡Di algo, que esto es culpa tuya!
De pronto, una voz conocida para ellos resolvió el dilema.
—¿Con un...? ¡Llama de Ankúr!
Aquel sótano lleno de paja y tierra se inundó con la luz que se coló entre las rendijas de los tablones que hacían de suelo y techo. Karl se cubrió los ojos con el brazo para no deslumbrarse. No imaginaba el desastre que harían los cacodemonios en Beulen, Sterrn, Dolmand o cualquier otro pueblo, de haberse escapado. Tuvieron una condenada suerte de que Igor llegara. Venía el momento de sufrir.
—¡Jayn, Andrew, Karl! ¿Dónde estáis? —tronó Igor— ¡Salid ahora!
Andrew subió las escaleras y fue a desatrancar. Enseguida, abrió la trampilla y salió del sótano. Karl y Jayn se miraron por un momento. Ella negó con la cabeza y también regresó arriba. Entonces, él decidió seguirla al degolladero. Haría lo posible por defenderla, no importaba si eso significaba tundir al mejor mago del reino de Grails... o morir intentándolo.
Los tres se colocaron uno junto al otro, con la cabeza gacha, dejando el sótano abierto. La única y gruesa ceja de Igor se arqueó amenazante. La piedrecilla en la punta superior de su báculo era todo el alumbrado disponible ahora que las lámparas acabaron despedazadas y el frío nocturno se colaba por las ventanas. Hasta el fuego de la chimenea se apagó. El cofrecillo del que salieron los cacodemonios quedó tirado, abierto boca abajo, entre el maestro y sus discípulos.
—Decidme —dio un golpe en el suelo con la punta del báculo—, ¿quién lo hizo?
Nadie habló. Pero, Karl trataba de urdir una buena mentira. Que pareciera accidente. Si Jayn abría la boca, estaban perdidos.
—Así que decidisteis callaros —Igor se quitó su sombrero puntiagudo para rascarse la calva—. Siendo así, os enviaré con Baba Yaga. Seguramente quedará complacida al teneros como discípulos. Empacad ahora vuestras cosas mientras llamo al carruaje.
Baba Yaga era la vieja bruja a quien Igor compraba ingredientes para sus pócimas que no podía conseguir en otro lado: ojos de ciego, uñas de dragón gélido, polvos de momia, raíces y hojas de planta carnívora, criadillas de minotauro, cabezas reducidas, muñecos malditos. Nada temible hasta ahí. Pero, rara vez tenía discípulos. Corrían rumores de que, si éstos la disgustaban, se convertían en parte de su mercancía.
Jayn enredaba los puños en su delantal. Se le salió una lágrima.
—¡Fue Andrew! —lo señaló ella de pronto—. ¡Andrew abrió la caja de los demonios!
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El libro en el costal
Short StoryJames robó muchos bancos y escapó de 19 prisiones gracias a un libro que decidió regalar a su peor enemigo el mismo día de su muerte.