Paint my feelings

Aquella Tarde de otoño

Era una tarde de otoño, estaba oscureciendo y se podían notar los leves tonos anaranjados tornándose rojizos. Vivien caminaba por las calles vacías viendo las hojas de los árboles caer, admirando la bella vista que el atardecer le concedía, ella tranquilamente con sus pequeñas botas marrón se aproximó a la acera del frente de su casa, una vez que subió comenzó a saltar las grietas para evitar tocarlas, imaginando que si las tocaba la tierra se abriría y podría caer, quitándose los cabellos rojizos que caían sobre su rostro. Se detuvo al creer que chocaría con un cuerpo frente a ella, levantó su cabecita para ver de quién se trataba y era su madre, sonrió y se lanzó hacia ella para abrazarla. Sin embargo, su madre no respondió, Vivien no comprendía porque su madre no quería regresarle el abrazo y la miró a los ojos, esos ojos, no eran los alegres ojos verdosos que Vivien conocía, al contrario, en ese momento se encontraban rojos, hinchados y llenos de lágrimas, lágrimas que la pequeña Vivien no comprendía su procedencia. Creyó que tal vez su madre necesitaría tiempo y decidió soltar su agarre y dirigirse al interior de su hogar, una vez que entró llamó a su padre repetidas veces, no hubo respuesta, lo busco por la sala, el comedor, la cocina y hasta subió los escalones para buscarlo en el segundo piso de su acogedor hogar, buscó por los pasillos hasta llegar al estudio de su padre, se aproximó pausadamente a él con un pequeño sentimiento de miedo a no encontrarlo ahí y saber la razón del sollozo de su madre. Tomó lentamente la manija de la puerta y la giró, lentamente comenzó a empujar la puerta haciendo una que otra pausa para respirar profundamente. Una vez que la puerta se encontraba completamente abierta Vivien caminó hacia el despacho de su padre, ya que la silla de este estaba de espaldas, al asomar su pequeña cabecita por un costado de la silla se dio cuenta que su padre veía hacia la ventana que mostraba la vista que hay frente a la casa, donde podía contemplar las calles y los atardeceres. Sus ojos se hallaban en el mismo estado que los de su madre, la pequeña de rizos rojos no entendía porque sus padres sufrían tanto y dejó a su padre en el despacho para dirigirse a la planta baja y regresar con su madre para pedirle una explicación sobre sus comportamientos.

Cuando llegó abajo y trató de muchas maneras en llamar la atención de su mamá, ya sea jalando la blusa de su madre, llamándola por su nombre, haciendo pequeños pucheros, jalando su brazo, entre muchas otras cosas. Todas fueron en vano. Su madre no dejaba de ver un punto fijo en la calle desde que la vio por primera vez esa tarde. Vivien siguió la vista de su madre para así poder saber qué es lo que la tenía tan triste. Aquello que acababa de presenciar dejó a la pequeñita sin palabras. Se vió a ella misma acostada en el centro de la calle, con su sien derecha bañada en sangre, la cual se encontraba también esparcida en el suelo, sus mejillas rosadas no tenían color y el característico brillo en sus ojos estaba opaco, y veían a un punto en la nada, su cabello incluso se veía más opaco, alcanzando casi un color castaño extinguiendo por completo su bello rojizo su piel de porcelana lucía fría y dura. Dos hombres de uniforme azul estaban a su lado, en posición de querer recogerla y posarla sobre una camilla, sólo ahí Vivien se percató que nadie se movía, así como si se hubiese congelado el tiempo, giró su rostro para ver a los alrededores y absolutamente nada se movía, ni siquiera el bello atardecer que había contemplado minutos atrás. Y sólo ahí la pequeña Vivien se dio cuenta de algo, estaba muerta. Sin embargo por alguna extraña razón Vivien, a pesar de estar muerta, jamás se había sentido con tanta vida y tanta energía. Con el corazón partido a saber que no volvería a ver a sus padres dio media vuelta y siguió su camino principal, caminar hacia el atardecer ya que era aquel que le indicaba el camino que debía de seguir para llegar al otro mundo.