Desde ese sitio de mayor altura se podían observar las luces de la ciudad que lampareaban y las calles se distinguían unas de otras por la cantidad de luces que poseían. En conjunto, los grandes edificios, las plazas, los parques y otros establecimientos de renombre parecían una gran congregación de luciérnagas en una noche estática.

Llegaron por fin a la casa más polvorienta y de apariencia más tétrica, con grandes escaleras, cuartos desérticos, húmedos y ventanas sombrías. Las recámaras del segundo piso se conectaban con las recámaras del tercer piso por medio de escaleras algo apolilladas que gemían en las noches por las fuertes brisas que penetraban. Se podía observar un ambiente lúgubre. En el tercer piso se podían encontrar desde colchas sudadas, almohadas desvaídas y horadadas; piezas de hierro, como viejos goznes, candelabros, etc., y una cantidad innumerable de juguetes con un olor a viejo y cubiertos de una espesa capa de polvo, del polvo que se adueña de todas las casas de ese tipo. Y precisamente esta era la casa de los abuelos.

Andrea jugaba tranquilamente subiendo y bajando las escaleras de una de las ya mencionadas recámaras, haciendo crujir las endebles tablas de que estaba constituida y provocando el vuelo soñoliento de partículas de polvo que pudo observar a través de los rayos de sol que penetraban por una ventana, en donde no había cortinas que la cubrieran, a diferencia de todas las demás recámaras. Reía alegremente. Siempre que llegaba a la casa de sus abuelos se despejaba y olvidaba.

Su padre la había dejado dos meses antes y cada que podía recordaba su rostro varonil, que inspiraba la mayor ternura y confianza. Cada vez que lo hacía, no podía evitar una lágrima y su visión se nublaba, haciendo que sus horizontes pareciesen inciertos a pesar de que no comprendía con exactitud por qué la había abandonado. Lo poco que sabía era que fue por culpa de su madre, y esto era porque su padre lo había mencionado antes de irse y azotar la puerta con la mayor brutalidad que ella había visto en lo que llevaba de su corta vida. Su pequeño vestido de color crema flotaba junto con las partículas de polvo y sus pequeños zapatos de charol se movían incesantemente de arriba hacia abajo.

Pero ya se había cansado de jugar de ese modo, así que se preguntó mentalmente si podría hacer lo que en días pasados había hecho con su muñeca Killy en el traspatio de su casa. En aquella ocasión había comenzado a comprobar que podía hacer cosas que su madre desconocía y también recordó cosas que los niños de su escuela les molestaba, como en aquella ocasión que hizo que Helena, una compañera, tropezara por las escaleras del patio. Desde aquellos días estaba consciente que podía hacer cosas que los demás no podían hacer y en cierto modo lo gozaba. Y digo que en cierto modo porque a esa edad aún no se comprende en totalidad el gozo que causa tener habilidades que los demás no poseen.

No tenía la certeza, pero sentía que con facilidad podría hacerlo. Era un presentimiento.

Estaba agotada y se sentó en la cama que se encontraba justo debajo de las estrechas escaleras. Y desde ese sitio comenzó a concentrarse. Al principio sintió una punzada de dolor que cruzó su cabeza de lado a lado, y con el paso de los segundos, sintió una relajación extrema, pareciéndole que se pondría a dormir de un momento a otro. Justo en ese momento pudo sentirlo de nuevo. Era aquella sensación de pesadez, aquella sensación de contacto con el mismo objeto; pero era imposible, ella se encontraba a poco menos de dos metros debajo del objeto que había encontrado. Incluso sintió que rebuscaba entre el polvo y las telarañas del tercer piso, hasta que dio con una muñeca. Una sensación de vacío fustigó su cerebro y robustas gotas de sudor se deslizaban por todo su rostro, emperlando su frente. Su esfuerzo fue recompensado por un ruido. Y lo siguiente que vio fue una abotargada muñeca bajar las escaleras, con pasos lentos y silenciosos, moviendo su cabeza, medio desprendida, de un lado a otro y con sus extremidades deshilachadas, moviéndose como péndulos. Jugó con ella durante un largo rato, con una enorme sonrisa adornada con dientes de porcelana y hablándole de lo mala que era su madre.

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AndreaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora