Los nervios son una tenaza sujetándome la boca del estómago. Creo que estoy descompuesta, me están por fallar las piernas. Esto es horrible.
Miro a mi alrededor, con la esperanza de encontrar a alguien más que se sienta como yo, pero todos parecen ansiosos, hasta expectantes. Caminamos en una precesión desordenada hacia la plaza Mayor, para poder ver el resultado del segundo sorteo de los Juegos. En muchos distritos más pobres, solo hay un sorteo, pero como nosotros somos demasiados, realizamos uno previo, en donde se seleccionan a aquellos que pasarán a la instancia final. Es casi una competencia.
Cuando me anunciaron que había logrado calificar hasta el final, todos mis amigos (si es que puedo llamarlos así, porque es difícil mantener una situación amistosa y de plena confianza con alguien a quienes piensas matar si logramos entrar a la competencia) y familiares vinieron a felicitarme. He pasado toda mi vida preparándome para esto, pero ahora me siento contradictoria.
Todos estos años de espera me impulsa a querer ir a participar en los Juegos del Hambre, y la promesa de dinero y una existencia fácil también ayudan. El tema es, ¿de verdad quiero ir a una competencia que al final puede resultar que me mate? No, no quiero morir todavía.
Mis zapatos bajos se arrastran sobre los adoquines de piedra de la calle cuando los agentes de la Paz comienzan a colocarnos en filas según nuestra respectiva edad. Me mordisqueo el labio mientras le entrego mi brazo a una mujer de cabellos canos, que me pincha con una aguja y me registra. Es un excelente momento para que el Capitolio pueda contar a la población.
Me aliso el vestido de color vainilla, estúpido y estridente. Detesto esto, toda esta ropa, los brillos, el maquillaje. Y si esto me molesta, el Capitolio me va a terminar matando. Sigo alisando el vestido, porque la falda adopta una forma deformada, seguramente por esa espesa capa de tules que hay debajo; alguno se habrá enredado y estropea todo.
Hago una revisación del entorno general. Ahora estamos todos en silencio, mirando el escenario en un extremo de la plaza, frente al Edificio de Justicia, en donde se encuentran nuestros cuatro vencedores, el alcalde, con su mirada de cerdo idiota y Jezi, una colorada de bote que es la acompañante del Distrito 1. En los extremos del escenario hay dos urnas, decoradas con brillos plateados y piedras que simulan ser diamantes. Las tiendas y sus banderines y propagandas coloridos chispean a los costados, aunque hoy está nublado. El cielo negro amenaza con aplastarnos de un momento a otro, pero nadie le hace caso.
Cuando dan las diez en punto, y el reloj del campanario suena furioso, el alcalde, gordo hasta el asco, se para para leer la Historia de Panem. Es el mismo texto de todos los años, que cuenta como Panem era un lugar fuerte, que logró vivir donde Norteamérica había muerto. Luego llega la parte donde los distritos ingratos con el Capitolio, benévolo y que se aseguraba de la felicidad de sus ciudadanos, se alzaron en rebelión. Son los llamados Días Oscuros. Pero al final pasó lo inevitable, con la posición estratégica de la capital en las Rocosas y la creación de mutaciones (mutos para abreviar) derrotó a los Distritos y destrozó al 13, el que producía grafito. Para poder recordarnos los débiles que somos y que estamos totalmente bajo su poder, se crearon los Juegos del Hambre.
No son más que una forma de recordarnos del Capitolio de que estamos a su merced. Ellos hacen lo que quieren con nosotros, y nosotros obedecemos. Después de todo, solo eso somos, piezas de un juego mucho más grande. Básicamente, nacemos para ver cómo año tras año nos arrancan a nuestros hijos y amigos para poder televisar una carnicería en vivo y en directo, obligándonos a mirar, a celebrar. Fuera de eso, el único sentido de nuestra vida es el día a día, el sobrevivir. Es una monotonía, todos los días lo mismo, que no hace más que repetirse. Sobrevivir, sobrevivir, sobrevivir, ver los juegos, sobrevivir, sobrevivir y así continuamente.