Capítulo 1.

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Maggie, el día que entraste por aquella puerta de plástico, mirabas al suelo sin mirar realmente a ninguna parte. Tus medias estaban prácticamente inutilizables para el invierno que aquel señor que trabajaba en la tele nos había dicho. Pero tu frío estaba más dentro. La camisa vaquera te venía grande para tu cuerpo menudo, y la primera opinión que pude tener de ti fue que te gustaban los Ramones. Tu camiseta me lo decía. Supe tu nombre gracias a nuestro profesor de historia, aquel que nunca soportaste. Y me gustó por la forma en la que me recordaba a París. Me gustaste des del primer momento, Maggie. Tú, una extraña, y yo, a pesar de mis años de experiencia en estas cuatro paredes de superficialidad y falsos futuros de ensueño, otro extraño. No hablabas, ni una sola vez. Tus ojos estaban perdidos en aquel rincón de tu mente al que nunca pude llegar. Me pregunto si hacía calor. Aún me pregunto muchas cosas. Cada minuto que pasaba de aquel primer día a tu lado, mi cerbero actuaba como una cámara de cine. Clic, enfocaba tus labios, mordidos nerviosamente por tus dientes y, clic, aquella canción antigua que había sonado en una película de la cual no recordaba su nombre, me llenaba mientras tus manos trazaban líneas en una hoja en blanco y yo solo veía eso. Tus líneas. Tus manos. A ti.

Posiblemente todo esto te parece una estupidez. Pero estoy loco, ya lo sabes. “Las mejores personas lo están” repetías a tu vez, citando a Tim Burton jugando a ser Lewis Carroll en Alicia en el País de las Maravillas. Ahora me toca a mí jugar, Maggie, jugar a que puedo ver el mundo a través de tus ojos. Que lo entiendo todo.

Jugar a ser mayor.

La primera vez que te hablé, tú cantabas. Quiero decir, ¿en algún momento no lo hacías? Y era precioso, de verdad. Ese día en especial me honraste con la presencia de The Script en tu voz. Pasado el tiempo conocí la historia de aquella canción. Pues todas tenían ese algo para ti, aquel que les había dado la llave para que te molestaras en entonar su melodía.

-Breakeven- dije yo.

Me miraste ¡Dios, si me miraste! Un asomo de sonrisa apareció en tu rostro, sin llegar a tus ojos. Te diré una cosa; sabía que me iba a enamorar de ti de la misma manera que todos sabemos cómo va a acabar una película de Nicholas Sparks, o de la manera en que un niño sabe que su madre le regañara por llegar con esa mancha del partido de fútbol. Claro que lo sabía. Y me iba a quemar, eras como un fuego que bailaba a su ritmo. Mirarte y el calor me engullía. Me quemé, poco a poco, día a día, por ti. Y no sé si fue esa jodida camiseta de los Ramones o el jodido profesor de historia, o que mirarás al suelo la primera vez que te vi. No lo sé.

-Soy Margaret, Maggie- me tendiste la mano. Parecía una película antigua, aquellas de Audrey Hepburn que tanto te gustaban y que siempre imitabas para mí. Pero, lo gracioso es que yo ya sabía tu nombre y tú sabías que esa información ya me pertenecía. Aun así, los dos nos comportamos como extraños, completos extraños. ¿Por qué?

-Me gusta- no te dije que me recordaba a París y tú nunca lo supiste- Jon- sonrisa-.

Hiciste un además de marcharte y yo no quería permitir que eso pasase. Estuve a punto de cogerte del brazo, suplicarte que me explicaras todos tus pequeños secretos. Pero los fui reconstruyendo yo con el tiempo, lo cual fue aún mejor. En cambio, murmuré un nítido ‘¡eh!’ y te giraste sorprendida. En tu mano ya posaba un auricular.

-¿Te gusta mucho la música?

Me miraste como si acabará de aterrizar des de Mercurio.

-¿Te gusta mucho respirar?

Me reí. Me reí con ganas y todo el aire acumulado salió de mí. Las mariposas se ahogaron en mi risa y se olvidaron del estómago. Tú ladeaste la cabeza y soltaste una risilla nerviosa, no por el hecho de tu broma (que te habías tomado realmente en serio) si no por mi forma estúpida de reírme. Sonó el timbre que indicaba una nueva hora de pasar notas en secreto sobre lo que se iba a hacer este viernes noche y, para nosotros, una nueva hora de pensar en lo que podríamos hacer si no fuéramos nosotros. Y durante todas aquellas horas, me dediqué  a estudiarte. Comprendí entonces que no podía hacerlo. Que por muchas veces que te observara, te habías encerrado en una jaula y tenía que buscar la llave para saber quién eras.

Breakeven.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora