La Salvación

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—¿Hay alguien más?... si es así... dilo para que me pueda ir tranquilo de una vez, porque ya no puedo soportar tu frialdad, ni el silencio que guardas cuándo estamos lejos. No puedo aguantar sin estar con el hombre del que me enamoré.- En ese momento me sentí sumamente ridículo, seguro era como mirar una película de comedia/romántica, en el preciso instante en el que todo se va a la mierda, pero en esa clase de tramas, uno sabe que siempre van a terminar juntos, caminando por la playa o en una boda. La vida real se aleja mucho de ello. Mi novio, de unos crueles ojos verdes, cabello castaño y de una altura que me parecía desmedida. Simplemente suspiró.

—¿Qué quieres que te diga? Me he aburrido de ti, hace meses que fue así, pero no podía decírtelo. Eres un chiquillo molesto, inestable, no era viable dejarte porque conseguí a alguien mejor en la cama y que es aún más lujurioso que tu.- Eso era, un chico que entró en su vida... no debía de extrañarme, estuvo hablando mucho de un chico del cual ni de su nombre me quiero acordar, sus ojos se iluminaban cuándo me comentaba algo acerca de él; no pude hacer nada. Todo eso lo vi venir, pero era sencillo, me enamoré lo suficiente como para cegarme.

—Entonces... ¿ya no me quieres?- Baje la mirada, esperando a que hiciera lo de siempre, que levantase mi barbilla como cada ocasión en la que lloraba y me diese un beso, por supuesto que lo anterior nunca sucedió, así que tomé mi mochila con la ropa que tomé de mi casa, ese día iba a ser de los más importantes en mi vida. Huí de casa para poder compartir el resto de mi existencia con él. Ya no tenía a donde ir, mis padres no me iban a recibir de nuevo y tampoco era un chico con muchos amigos.

Caminé por lo menos unas tres horas sin parar, y en todo ese tiempo mi teléfono móvil no dejo de sonar, cada que miraba la pantalla era él, ¿se seguía preocupando por mi? Lo dudo. Desde que lo conocí le puse en claro lo que haría si llegaba a suceder algo como eso, sí me llegaba a dejar, tal vez... era por eso que llamaba, tratando de convencerme de no hacer lo que decidí si algo así pasaba... de nuevo.

No encontré ningún lugar apropiado, algún techo debía servir, ahí nadie me iba a encontrar, al menos no hasta que subiesen a dar mantenimiento a las instalaciones de aire acondicionado, pero mi plan cambió; olvidé el revólver en casa. Busqué el edificio más alto al que de una manera u otra pudiese tener acceso, al final, resultó ser en un hotel de treinta pisos de altura; mi teléfono volvió a sonar. En esa ocasión contesté.

—¿Qué quieres? Sabes bien lo que haré... no es bueno perturbar a un hombre en su lecho de muerte, así que por favor cuelga y déjame morir como me plazca.- Ni siquiera le saludé, un segundo después de que le dije aquello habló, con voz quebrada, como si hubiese estado preocupado por escucharme, no iba a caer en sus redes; no más.

—Por favor, no lo hagas. Ya no te quiero de la misma forma, pero no es para que hagas eso.- Sus palabras me causaban gracia, ¿Por qué se involucro con un muchacho como yo? Desde el principio deje las cosas en claro, para que cuándo el momento indicado llegase no me estuviese molestando nadie, por ningún motivo. No podía esperar más, ya era tiempo de perderme.

—No debimos ser nada, ahora me queda claro.- Colgué y aventé el teléfono en dirección al asfalto de la acera gris, con trabajo pude escuchar como sonaba por última ocasión. Suspiré, pues la muerte de cierta forma me llenaba de temor, ya que pasaría a un mundo incierto, que solamente los muertos conocen, comencé a llorar por recordar todo lo sucedido; no estaba seguro de en qué momento saltar. Miraba desde ahí los carros pasar, la gente, era todo un espectáculo lumínico y la vista de la ciudad era de las mejores.

—Lamento no aguantar más la vida.- Dije a un dios, a cualquiera, nunca creí en esas cosas hasta esa noche, no porque hubiese visto algo, sino por el simple hecho de saber que iba a morir, y creer en algo mejor en alguna parte del cosmos, me hacía pensar en esas historias de la Biblia. Finalmente tomé el valor y salte del techo, sintiendo fuertes ráfagas de aire, escuchando los sonidos de la ciudad distorsionarse por la velocidad que mi cuerpo alcanzaba, oler la mezcolanza de basura, dióxido de carbono, comida, y demás cosas, en mi boca no sentí nada, al menos no hasta estrellarme contra la banqueta, mi cerebro registró lo último que pudo... el sabor ferroso de la sangre.

Durante ese tiempo de caída libre, que a mi parecer fue eterno, pues solamente recordaba las cosas ocurridas en mi vida, y para mi desgracia pude ver las peores, al parecer nunca registre un momento feliz, ¿o era que los momentos amargos eran más? Bueno, ya no tenía importancia, como la mayor parte de lo que hice, ni el amor que di, ni el que pude recibir, ni nada en mi vida era memorable, al menos para mí.

Algunas personas suicidas se quedan a ver a sus familiares, amantes, amigos y demás, sufrir la perdida de tan valioso ser que eran para ellos, siendo ya demasiado tarde para ellos. En mi caso, no vi ningún beneficio en ir a ver un lugar que iba a estar vacío, a personas que ni siquiera les iba a importar un bledo lo que me hubiese pasado.

De cualquier forma, ello lo hice para que pudiese estar más feliz. Hice bien, ¿no creen? En verdad me parece que fue así, además en la Tierra no había nada ya que fuera a darme alegría, pues todo se lo llevo el viento y las personas que por encima me pasaron, todas aquellas que dijeron amarme. Simplemente preferí salvarlos de mi existencia.

Rojo CarmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora