Una tarde (llevaba entonces tres semanas en Lowood), mientras me hallaba absorta en resolver en mi pizarra una larga cuenta, mis ojos, dirigidos al azar sobre una ventana, descubrieron a través de ella una figura que pasaba por el jardín en aquel instante. Casi instintivamente le reconocí y cuando, minutos después, las profesoras y alumnas se levantaron en masa, ya sabía yo que quien entraba a largas zancadas en el salón era el que en Gateshead me pareciera una columna negra y me causara tan desastrosa impresión: Mr. Brocklehurst, en persona, vestido con un sobretodo abotonado hasta el cuello. Se me figuró más alto, estrecho y rígido que nunca. Yo tenía -ya lo dije- mis motivos para temer su presencia: la promesa que hiciera a mi tía de poner a Miss Temple y a las maestras en autos de mis perversas inclinaciones. Se dirigió a Miss Temple y le habló. No me cabía duda de que estaba poniéndole en antecedentes de mi maldad y no separaba de ellos mis ojos ansiosos. Sin embargo, lo primero que oí desde el sitio en que estaba sentada disipó, de momento, mis aprensiones.
-Diga usted a Miss Smith que no he hecho la nota de las agujas que he comprado, pero que debe llevar la relación y tener en cuenta que sólo conviene entregar una a cada discípula. Si se les dieran más, tendrían menos cuidado y las perderían. Hay que preocuparse también del repaso de medias. La última vez que estuve aquí vi, tendidas, muchas que estaban llenas de agujeros.
-Se seguirán sus órdenes, señor -dijo Miss Temple.
-La lavandera me ha informado - siguió él- de que algunas de las niñas se mudan de camisa dos veces a la semana. Las reglas limitan las mudas a una semanal.
-Lo explicaré, señor. Agnes y Catherine Johnstone fueron invitadas a tomar el té con algunos amigos en Lowton el jueves pasado y, por tratarse de eso, les permití ponerse camisas limpias.
-Bien; por una vez puede pasar, pero procure que el caso no se repita a menudo. Hay otra cosa que me ha sorprendido. Al hacer cuentas con el ama de llaves, he visto que se había servido una ración extraordinaria de pan y queso durante la quincena pasada. ¿Cómo es eso? He mirado las disposiciones sobre extraordinarios y no he visto que se mencione para nada una ración suplementaria de tal clase. ¿Quién ha introducido semejante innovación? ¿Y con qué derecho?
-Yo soy la responsable, señor -dijo Miss Temple. El pan y el queso se sirvieron un día en que el desayuno estaba tan mal preparado que ninguna alumna lo pudo comer. No me atreví a hacerlas esperar sin alimento hasta la hora de la comida.
-Escúcheme un instante, señorita: usted sabe que mi plan educativo respecto a estas niñas consiste en no acostumbrarlas a hábitos de blandura y lujo, sino al contrario, en hacerlas sufridas y pacientes. Si acontece algún pequeño incidente en la preparación de las comidas no ha de suplirse con algo más delicado, lo cual tendería a relajar los principios de esta institución, sino que el hecho debe servir para edificación espiritual de las alumnas, fortificando sus ánimos mediante esa prueba pasajera. En ocasiones así, no estará de más una adecuada exhortación de las profesoras acerca de los sufrimientos de los primitivos cristianos y alguna alusión a las palabras del Señor cuando pidió a sus discípulos que tomasen su cruz y le siguiesen. Es preciso recordar a las pupilas que el hombre no vive sólo de pan y citarles algunas de las divinas palabras: «Bienaventurado el que sufra por mi amor», u otras. Sin duda, señorita, cuando daba usted a las muchachas el queso y el pan en lugar del potaje quemado, atendía al bienestar de sus viles cuerpos, pero ¿no piensa usted que contribuía a la perdición de sus almas?
Mr. Brocklehurst calló, como abrumado por la emoción que le producían sus palabras. A medida que hablaba Mr. Brocklehurst, Miss Temple parecía ir convirtiéndose gradualmente en una estatua de mármol y su boca y sus ojos, contraídos en una expresión severa, se apartaban de él. Mr. Brocklehurst se dirigió a la chimenea, se paró junto a ella con las manos a la espalda y dirigió a toda la escuela una mirada majestuosa. De pronto, sus ojos se abrieron desmesuradamente. Dijérase que iban a salirse de sus órbitas. Volviéndose a la inspectora, dijo, con acento menos sereno que el acostumbrado:

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Jane Eyre
RomanceJane Eyre, una muchacha educada en un orfanato y de triste infancia, es contratada por Edward Rochester para trabajar como institutriz de una niña en Thornfield House. La aislada y sombría mansión, así como la inicial frialdad del dueño de la casa p...