El papeleo, al parecer, ha sido rápido y los tres –papá, Mark y yo – nos vamos del hospital en cuanto me dan mi ropa y el doctor firma el alta.
De camino a casa dejamos a Mark en la suya y quedo en llamar mañana para averiguar si recuerdo algo, pese a la advertencia del doctor de que sería mejor “dejar hacerlo por ella misma y sin prisas” su cita exacta. Papá no se opone. Parece feliz mientras yo este de vuelta a casa sana y salva, y eso, a su vez, resulta serle suficiente.
Cruzamos el pequeño jardín y entramos en casa. Puedo apreciar que todo sigue igual. El espejo de la entrada sobre el recibidor, sigue ligeramente torcido hacia la izquierda. Cojines que no combinan unos entre otros, pueden verse en el sofá frente al televisor negro, del cual debo decir, es más antiguo incluso que yo y todavía no ha dado indicios de necesitar ser reemplazado por otro. La puerta de la cocina esta cerrada y no puedo ver más que el abstracto dibujo, que un día una niña pinto y coloreo ella misma y justo después de acabarlo, con todo el orgullo por la hazaña hecha corriendo por sus venas, pegó con celofán en esa misma puerta. Si miras al frente puedes ver cubriendo la escalera, una vieja alfombra de estilo azteca de tonos marrones, púrpuras y rojos, de la cual, estoy segura esos colores nunca fueron los originales. Mientras subes, en la pared de la escalera puedes observar toda la línea del tiempo de la familia Blake desde que yo nací, en fotos. Y finalmente, al final de las escaleras, mi cuarto.
“Siempre podré vender casas el día de mañana, si en lugar de estudiar prefiero saltar desde acantilados” Reprimo una risa ante mi macabra broma, y entro a mi cuarto.
Fotos, dibujos y bocetos, dos corchos con chinchetas un espejo y varios cuadros son el envoltorio de las paredes. Entre unos y otro puedes percibir que el color de estas, es marrón chocolate. No, no es rosa, pero pasa desapercibida y yo lo escogí. El pequeño detalle del color en la pared, hace más mía la habitación.
No es muy grande, pero tampoco muy pequeña. En el medio hay una cama de uno y medio con un gran edredón, del mismo color de las paredes y cojines de fundas cosidas a mano de diferentes tonos de azul. Si mal no recuerdo, este fue algún tipo de regalo navideño que envían los familiares desde la otra punta del país, disculpándose por no poder asistir a una cena de navidad “en familia”. En el fondo, siempre he agradecido este tipo de regalos útiles en lugar de enormes jerséis navideños o como yo suelo llamarlos “grandes masas de tela, suelta pelos”.
Me quito la chaqueta que mi padre me ha llevado al hospital. Mientras la dejo colgada del respaldo de la silla del escritorio, me fijo en una de las fotos enmarcadas del escritorio.
Somos mi madre y yo.
Según me había contado muchas veces mi padre, la foto fue tomada al poco de nacer, en un río, cerca de un pueblo del norte, de dónde era la madre de mí madre. Mi abuela. No llegué a conocerla, de hecho tampoco llegué a conocer a mi madre en cierto modo.
Ella murió cuando yo apenas tenía dos años, de no ser por las fotos, siquiera sabría cómo era, pues no recuerdo nada de aquella época, era demasiado pequeña.
Hay días en los que le encuentro el lado bueno. De alguna manera podría decir que de esa forma no tuve que pasarlo mal, que lo fui llevando con los años, que fui tomando conciencia de ello según iba madurando.
Cuando pienso de esa forma, me doy cuenta de lo hipócrita que estoy siendo y esos pensamientos cambian por un nubloso recuerdo de una acaricia. Una suave mano sobre mi brazo y mejilla. Unos frágiles, pero a la vez fuertes brazos sosteniéndome. Siempre he pensado que ese recuerdo se corresponde al único que tengo de mi madre. No podía ser de otra forma, y nadie imagina cuanto quería que así fuera.
El rumbo de mis pensamientos cambia de sentido sutilmente.
Me pregunto si la luz que había visto en mi zambullida, se corresponde a la supuesta luz que ven las personas al dejar la vida. Si mi madre la había visto.