Prólogo
Ocho piedras. Ocho de las doce piedras que todos los años, el mismo día, a la misma hora, el Sr.Beowulf lanza al fondo del mar desde la gran roca negra del pie del acantilado.
Nadie conocía muy bien al Sr.Beowulf. De haber sido así, hubiera escuchado hablar de el en la tienda de ultramarinos o en la de recambios de pesca, pues este no era un pueblo grande y el cotilleo era la actividad oriunda por excelencia. No creo que nadie supiera a qué se dedicaba para sobrevivir.
Ni siquiera pensaba que alguien supiera si tenía una familia que lo mantuviera.
Un único dato sabíamos de el, vivía en una de las pequeñas casas, de la calle que delimitaba que era bosque y que era civilización. Aun con todo y eso sabía algo más.
Todos los años, el doce de Septiembre volvía a la roca negra y lanzaba al mar doce piedras, ni una más ni una menos, después observaba las pequeñas olas que se formaban alrededor de la zona del impacto en el agua, como esperando a que algún acontecimiento sucediera, pero al intuir que nada ocurriría, volvía a ponerse su sombrero negro y tomaba dirección a su hogar.
Todos los años la misma extraña rutina “y este no sería diferente” pensé mirándolo desde el mirador del acantilado unos cuantos metros más arriba. Pero entonces, algo sucedió, algo que desde luego no estaba previsto que ocurriera.
Después de la piedra número doce, la que daba por acabada su extraño ritual, una gran ola, de almenos de unos seis metros, se alzo grande y impetuosa del medio de las aguas y al volver a estas, con ella llevó al Sr.Beowulf.
– ¿!Has visto!? ¡El Sr.Beowulf ha caído al agua, tenemos que ayudarlo! – grité asustada y desesperada a Mark.
– ¿De que hablas Amy? El Sr.Beowulf no ha estado aquí en ningún momento.
– ¡Por supuesto que no! El estaba allí, abajo en las rocas y una ola acaba de tragárselo –literalmente – y tú estabas aquí a mi lado en ese momento, ¡has tenido que verlo! –dije gritando de nuevo.
– Amy, en serio, no tengo ni idea de lo que hablas… quizás deberíamos volver y…
No quise seguir perdiendo tiempo y salté la valla de seguridad para bajar abajo.
Los dos mirábamos hacia la roca, pero solo yo pude ver la ola y al Sr.Beowulf. Es posible que el no lo hubiera visto, pero yo si. Estaba segura. Pensaba descubrir lo que había sucedido.
Al llegar abajo a las rocas que separaban el gran océano del acantilado tomé una decisión de la cual hoy, sigo estando segura que tomé por puro instinto de supervivencia. En este caso no por la mía, si no que por la del Sr.Beowulf.
Flexioné las rodillas, cerré las manos en dos puños y achiné los ojos lo más que pude. Escuché un estruendoso grito que me decía que no lo hiciera, pero en ese momento, toda y cada una de las células constituyentes de mi cuerpo tomaron el control por sobre mí. No sé si fue Mark. No sé si fui yo misma. Solo se que salté alto velozmente y de la misma forma o incluso más rápido me sumergí en el agua.
Esta estaba congelada, en mi piel se sentía como un centenar de tenedores clavándose, como si hubiera atravesado una ventana y todos y cada uno de los cristales se encontrarán incrustados en mi piel. El shock del frío fue tan grande que olvidé que hacia allí, por quien estaba allí, quien era e incluso como moverme para flotar.
No recordé aquello y probablemente lo que para mi fueron horas allí sumergida, fueron simplemente segundos antes de que perdiera el conocimiento. Pero algo recordaré siempre. La luz. Aquella luz que emergía del fondo de aquellas oscuras aguas. Era una luz blanca, muy blanca. Te invitaba a quedarte observándola por cuanto tiempo te fuera posible, a memorizar cada uno de los cientos de rayos que de ella emanaban. Te invitaba a ir hacía ella.