Estoy en la arena, tumbado, raja, pegoteado por la humedad, sin fuerzas siquiera para
arrojarme al mar y flotar un rato hasta desaparecer. Estoy aburrido, lateado: hasta pensar
me agota. Desde hace una hora, mi única distracción ha sido sentir cómo los rayos del sol
me taladran los párpados, agujas de vudú que alguna ex me introduce desde Haití o
Jamaica, de puro puta que es.
Pienso: no debí dejar los anteojos de sol en el hotel. Seguro me los va a robar alguno de los
imbéciles de mi curso; después van a achacárselo a una de esas camareras negras que los
muy huevones intentaron tirarse. Vuelvo a lo mismo: debí haberlos traído. No se puede
venir a la playa sin protección. No se puede andar sin gafas. Si estaban al alcance de mi
mano, en el velador, tan cerca. Incluso los estuve mirando un rato. Me los van a robar, de
puro huevón, de puro volado que soy.
Me dedico a pensar un poco, archivar el problema de los Ray-Ban, pasar a otro tema.
Reflexiono: es probable que nunca más haga tanto calor como hoy. Un grado más y todo
estalla, declaran estado de emergencia, evacúan toda la ciudad. Pero a nadie le importa. Lo
que para ellos es rutina, para mí es novedad. Y eso me apesta, me hace sentir un intruso, lo
peor.
Deben ser como las cuatro o las tres. Da lo mismo. Igual es tarde. Llegué al hotel cerca del
mediodía, cuando no quedaba nadie de mi curso, ni siquiera los más atinados. Los del B,
menos. Esos se levantan todos los días al alba para trotar, jugar vóleibol en la arena o ver el
sol aparecer en el mar. Después van a recorrer las tiendas de Rio Sul y compran esas
poleras para turistas gringos que dan vergüenza ajena.
Tengo sueño, creo que me voy. Recuerdo: cuando logré abrir los ojos y me di cuenta de que
estaba en el hotel, no en otro sitio como creía, pensé un poco, traté de ordenarme, planear,
por último justificar el día. No había muchas opciones: entre quedarme botado allí, sin aire
acondicionado —los del B lo echaron a perder—, o aprovechar el último día de playa para
agarrar aun más sol, no había donde perderse. Me levanté en la más tranquila y me vine
caminando hasta aquí frente al número Nueve de Ipane-ma, donde todos los que realmente
son alguien se apilan.
Mientras caminaba, me puse a divagar. Pensé en Chile y en mi vida, que es como lo que
más me interesa. Cuando algo parecido a una depresión comenzó a rondarme, cambié de
tema y me concentré en las vitrinas; caché, por ejemplo, que las poleras O'Brian se venden
en todas partes. Me sentí más seguro.
Después de andar varias cuadras así en la más lenta, sin alterarme porque estaba sudando y
todo eso, llegué a una plaza que marca el inicio de Ipanema, que es como el barrio bohemio
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Mala onda - Alberto Fuguet
RomansaTengo que leerlo para el colegio así que es más bien uso personal, a quien le sirva, fantástico.