0.6 (([gian]luca and aria))

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El día se asomaba imperioso. Los rayos de luz entraban por la ventana de su cuarto.

La habitación era bastante sencilla: paredes beige, un espejo, una cama de dos plazas y un aroma leve a perfume intenso. Más allá de la puerta se asomaba un pasillo que conducía a una cocina y una pequeña sala de estar.

Ella se despertó enredada entre las sábanas. Su ropa de encaje negro impedía ver su feminidad. Su pecho estaba descubierto. Disfrutaba de vivir así, sola. Dormir así de desnuda liberaba algo en ella. No era lujuria ni pasión, sino libertad, integridad.

Amaneció como cualquier otro día, solamente que demasiado temprano. Era otro sábado más, en donde pequeños destellos naranjas convertían las cuatro paredes beige en durazno. Algo tan simple como un rayo solar convertía toda una imagen en una obra de arte.

A las 6 am, ella se calzó su campera de jean, un bastidor, y sus elementos de pintura. Ese día decidió llevar un largavista, por si encontraba una imagen interesante la cual retratar. Una ciudad como Venecia no dejaba de sorprender a nadie.

En su intento de no pintar un amanecer coral, imagen que imprimió ya varias veces, cerró sus ojos y se dejó llevar por el tiempo. Contó hasta veinte y abrió sus ojos. Con rapidez tomó los binoculares.

Sus orbes habían observado a un muchacho, que se levantaba victorioso entre todas las almas del lugar. Los canales de agua fueron más que importantes para que ella imaginase y lograra plasmar su arte.

Él vestía una camisa blanca con corbata negra, acompañado de un pantalón de vestir y un delantal. Era más que obvio que iba a trabajar. Y ella le conocía, probablemente trabajaba en un bar cerca de allí.

Pero lo que más le llamaba fueron esos ojos azules, como el mar, como todos esos brochazos de pintura que inundaban grandes obras.

Ella sólo pudo empezar a retratar una escena negra. Se asemejaba mucho a aquel retrato de la bella durmiente, en donde el príncipe lucha contra la vegetación que protegía al castillo en donde se encontraba Aurora.

Finalmente, cuando terminó de pintar, el bastidor quedó totalmente distinto a las demás. Celestes y azules se destacaban, sobre aquellos grises claros y oscuros. Ella se sentía tan extraña a ese retrato. Se había sumergido en el cuadro y cuando salió de él sintió la necesidad de dárselo a otra persona.

El domingo volvió a ser como otros domingos. El cuadro estaba prácticamente seco. Los rayos mango adornaban su cuerpo semidesnudo. Ella disfrutaba esa imagen, y agradecía el poder haberse caído de la cama más temprano.

Se vistió sin más, con frescura. Su cuerpo dejaba ver algún tatuaje, golondrinas por aquí, rosas por allá. Era tan distinta a todo el mundo, no por su forma de vestir, sino el aura que tenía, que causaba una gran impresión en los demás.

Ahí se dió cuenta que tenía hambre. Se sentó afuera, donde pudiese dejar el cuadro. Se preguntaba a quién iba a dejarselo. Ella lo había adornado con un marco majestuoso, antiguo.

Un hombre se acercó donde estaba ella, un mesero.

Ella, al darse vuelta, no podía imaginar semejante coincidencia. El muchacho de la corbata negra y ojos color cielo le estaba tomando la orden.

-Antes de que me preguntes qué quiero, necesito que aceptes esto- ella levantó el cuadro. El joven no despegaba sus ojos de semejante obra.

-No puedo aceptarlo- replicó él- es hermoso pero, no me corresponde aceptar esto.

-Por favor acéptalo. Me parece que esto te corresponde a tí.

Él no hizo más que agradecerle por semejante regalo.

Después de que ella tomase su café y pidiese la cuenta, él se acercó con el ticket con una pequeña nota adjunta.

<<Cuál es tu nombre?>> Ella rió.

Mi nombre es Aria . El tuyo?

Mi nombre es Luca.

Hubo silencio en ese pequeño instante. 

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