Capítulo I

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El viento acaricia la rugosa pared de la cueva. Levanta algo de polvo por su paso, pero de manera tan imperceptible que la única manera de darte cuenta es haber estado mirando como este se cae durante años. Lentamente, la arenilla va formando una espiral en el aire, parecida a un torbellino. Como si alguien la moviese desde lo alto del cielo, se acerca a mí y deja que me roce la piel como si fuesen dedos fríos pero agradables. Hacía tanto tiempo que no notaba como alguien me tocaba así. Aunque solo sea algo invisible, algo tan débil que puede deshacerse, hace que me estremezca ante su suavidad. Adelanto la mano cuidadosamente, como si fuese un pequeño animal lo que tuviese en frente y no aire moviéndose. Temo romper este momento, me parece demasiado frágil, como los copos de nieve que recogía al vuelo de pequeña. Hace mucho tiempo que no disfruto de la nieve, desde que estoy aquí.

–¡Nora! –exclama Max desde dentro de la cueva.– ¿Vas a salir a por comida?

En pocos segundos sale al exterior, colocándose a mi derecha. Aún sigo sorprendiéndome ante el asombroso parecido de mi hermano pequeño con nuestro padre. Grandes ojos castaños, pelo rubio ceniza, nariz un poco respingona, labios finos y alguna que otra peca pintada alrededor de su nariz y mejillas. Y todo esto va cada vez a peor. A medida que Max va creciendo, sus facciones infantiles se van transformando en unas más adultas, haciendo que a veces me haga ver a mi padre. Debe de tener ya trece años, pero para mí siempre será un niño. El instinto de cuidarlo hasta el fin de sus días aflora a cada día más y más en mi pecho.

–¿Quieres que te acompañe? –me pregunta sacudiéndome el brazo.

–Sí, ven conmigo. Quiero que cojas un par de plantas.

Sus ojos se iluminan ante la proposición y corre hacia el interior de la cueva, supongo que para coger un cesto o algo donde posar la comida. Inspiro profundamente el dulce aroma a pino que me aguarda a unos cuantos pasos. Camino hacia el corazón de la cueva, al mismo tiempo que mis pupilas se dilatan ante la presencia de oscuridad. No me hace falta guiarme por la pared, me conozco cada piedra, de este lugar al que, a pesar de haber estado viviendo en él varios años, no sale de mi garganta llamarlo hogar.

Al fondo hay una pequeña hoguera, que pega sombras espeluznantes sobre la pared. Reconozco la silueta de Max, el cual está arrodillado a un lado del fuego, llenando una mochila con cosas. Al ir acercándome a él, diferencio algunos de los objetos que está manipulando con sus manos. Una botella de metal de agua, una manzana, una cajetilla de cerillas, una brújula... Parece como si esto fuese una especie de expedición por la montaña, aunque de algún modo sí que lo es.

–No vas a necesitar tantas cosas. –le digo poniéndome a su nivel. Le quito la mochila de sus manos y saco la cajetilla de cerillas y la brújula.– Te he enseñado a hacer fuego y vas a orientarte, esto no te hace falta.

–¿Y si me pierdo y no me acuerdo de hacer fuego?

–Iré a por tí. No pienso dejarte escapar. –sonrío y le pico en la tripa con un dedo. Me devuelve la sonrisa, quitándome la mochila de las manos y cerrándola.– Venga, vamos a por la cena.

Max se pone la mochila y empieza a caminar hacia el exterior. De nuevo, mi corazón da un vuelco en cuanto veo otra vez a mi padre en su figura. Aprieto fuertemente la mandíbula y aparto la mirada de él. Es doloroso ver como alguien que ya no está esté tan presente en tu vida. Mi padre era militar, le destinaron a una guerra de la cual no me acuerdo ni de dónde era. Las guerras se alimentan de vidas, y el primer vaso que se sirvieron de ese néctar fue el de la sangre de mi padre. A pesar de haber pasado años desde ese suceso, aún me despierto gritando a mi padre que se baje del avión que le llevó a la muerte.

Aprieto fuertemente los puños, hasta que las uñas se me clavan en las palmas de las manos. Mi estómago vacío reclama algo con lo que llenarlo y lo hace con un sonido largo y desgarrador. Me llevo un puño hacia mi abdomen a la vez que me levanto. Camino por la sala hacia una pila de rocas que guardan un arco y un carcaj lleno de flechas. Cuelo mi mano entre las piedras hasta que roza la empuñadura dura y fría del arco. Cierro los dedos alrededor de él, notando como estos se han hecho un hueco entre la madera para estar cómodos. Lo saco junto con un carcaj casero, hecho con ramas tejidas entre sí. Lo hizo Max hace unos meses; pero no durará mucho, siempre tiene que rehacerlos porque se deshacen. Deambulo por la estancia hacia un rincón en el que almaceno recipientes. Busco un par de botellas para llenarlas luego en el río, se está empezando a descongelar y soy la primera en querer agua de verdad en vez de chupiteles derretidos. Agarro un cubo lleno de tierra y la esparzo por la hoguera hasta que se apaga. Las brasas sueltan un siseo justo antes de apagarse, como si fuera su último aliento a la vida. Salgo hacia la entrada de la cueva, en la que está Max entretenido haciendo algo.

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