La última historia

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  El carruaje se detuvo frente a la gigantesca mansión mientras los últimos rayos del Sol bailaban, juguetones, sobre las torres de la casona.


Con aparatosidad y con la ayuda del joven brazo de su cochero, John Whitman se bajó y, con sumo cuidado, se colocó el bombín sobre la cabeza.



—Espero que haya sido un viaje de su agrado, señor Whitman.


—A mi edad ningún viaje es de mi agrado, Florence. Como ya le he dicho todas y cada una de las veces que me lo ha preguntado en los últimos tres años —contestó John, haciendo una mueca que denotaba aburrimiento.


Con toda la celeridad que le podían proporcionar sus doloridos huesos, John Whitman entró en la casa y casi cae de bruces cuando Hyperion, el mastín de su sobrino, que llevaba viviendo en esa casa casi dos años, desde que su dueño fue a la guerra, se lanzó sobre él, empujándole con todo su peso.


—¡Maldita sea! ¿Cuántas veces he dicho que quiero a este can del averno atado cuando llegue a casa? —Sus gritos enfurecidos atrajeron a una miríada de sirvientes que no tardaron en alejar al perro de su señor.


Cansado y enfadado a pesar de llevar menos de cinco minutos en la casa, echó a todos los sirvientes que se acercaron a procurarle ayuda con malas palabras y se encaminó a su estudio personal; una vez allí, cerró y atrancó la puerta con los tres pestillos que aún funcionaban.


El estudio era la parte de la casa más espaciosa, sin ninguna duda; también era el lugar de la casa con menos espacio disponible en ese momento. Enormes estanterías llenas de libros la llenaban y solo un estrecho pasillo que conducía a una mesa de madera con un fajo de papel, una pluma y un tintero como única decoración estaba libre de las estanterías.


Casi cojeando se acercó a la mesa y se dejó caer en la silla pesadamente. A pesar de la simple manufactura la silla era cómoda, algo indispensable a su edad en cualquier mueble. Con mucho cuidado cogió la pluma y la mojó en el tintero.


«Esa ha sido la última charla. La última conferencia. El último evento. Ha llegado el momento».


Empezó a escribir y lo hizo por el principio, empezó por su nacimiento y niñez. La pluma volaba sobre el papel mientras lo rasgaba; era ágil, era certera, era temible. Los años sobre el papel y las horas sobre la silla pasaban raudos y sin vacilación.


Entonces llegó el momento, el momento que llevaba evitando los últimos meses, el momento que llevaba temiendo los últimos años; era el momento de hablar de ella.


Al principio la pluma siguió, con una velocidad menor, pero siguió. Siguió hasta el momento en que ella apareció en escena.


John Whitman, aclamado escritor, profesor de universidad, ganador de decenas de premios, se quedó paralizado por primera vez. En su juventud se había creído un Keats, un Shelley; había pensado que el lenguaje lo podía todo, que no existía nada en este mundo que no se pudiera explicar con palabras. El paso de los años había erosionado esa idea hasta hacerla desaparecer, porque, ¿cómo podía describir, no ya esos ojos, sino qué sentía cuando lo miraban entrecerrados, tras haber cometido él una fechoría, y el temor a la decepción que ella sentiría? ¿Cómo iba a expresar con palabras en cualquier idioma qué sentía cuando lo miraba llena de amor, estando los dos sudorosos y jadeantes en el lecho?


No, no podía describir eso. La pluma de ningún escritor era capaz de aquello. Por eso la describió con simpleza: sus ojos eran de un azul profundo como el mar; su melena, rubia y larga; y su belleza era incomparable con mujer habida o por haber para él.


Tras esto la pluma volvió a su velocidad original; aunque en ocasiones las lágrimas que anegaban sus ojos empañaban el papel, obligándolo a volver a escribir.


Así siguieron pasando las horas hasta que llegó al momento final. Para su sorpresa no derramó ninguna lágrima mientras escribía el momento en el que le dieron la noticia del terrible virus que contrajo ella, incurable; mientras escribía sobre el momento cuando se lo tuvo que contar, temblando como un niño; mientras escribía sobre su convalecencia y los dolores terribles que soportaba noche tras noche; mientras escribía sobre cómo murió en sus brazos. Ni siquiera lloró mientras escribía el epitafio que había hecho expresamente para ella: «Aquí yace alguien indescriptible».


Ese fue el punto y final de la obra, de sus memorias, pues el también había muerto aquel diecisiete de octubre del año del Señor mil ochocientos setenta y uno.


Soltó la pluma y suspiró mientras se frotaba los ojos con vehemencia; pero, sin siquiera levantarse, cogió las hojas de nuevo y empezó a releer.


Era burdo, era simple, era sincero. También era sin ninguna duda lo mejor que había escrito en su dilatada carrera. Era perfecto.


Lentamente volvió a coger la pluma y, en otro papel, empezó a escribir sobre cómo no se debía modificar el escrito, sobre cómo debía ser publicado y en qué fecha exacta.


Cuando acabó, guardó en un sobre la hoja doblada y, tras derramar un poco de cera sobre la solapa, la aplastó con su sello personal, sellándola.


Abrir el cajón con la pistola en su interior le resultó más fácil de lo esperado, al igual que le resultó sencillo cogerla con pulso firme; así que se apuntó a la sien y disparó.








Muchos años después todo el mundo encontraba extraño el jardín de aquella solitaria mansión situada en la campiña inglesa, pues aunque era vasto, estaba casi vació. Solo un solitario cedro lo adornaba y, debajo, se encontraban dos tumbas sin nombre. A pesar de que el musgo las cubría, aún se podían leer los epitafios, que rezaban así: «Aquí yace alguien indescriptible» y la otra: «Y a su lado quien nunca supo describirla».

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