Julia

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A tan solo unos pocos kilómetros del mar, la brisa lo impregnaba todo, el atardecer casi culminaba y aun él sentía el calor del sol. Estar despierto a esa hora significaba para los de su especie que había madrugado, su cuerpo temblaba un poco, pero era natural, pues, ¿quién no temblaba ante su mayor depredador? en este caso, el astro rey.

Deón sabía que si se asomaba por la estrecha ventana del sótano donde se encontraba, el sol lo quemaría, aunque necesitaría de mucho más tiempo para destruirlo, pues ya no se trataba de un neófito, ahora Deón contaba con casi 3 mil años de edad.

Era ese sótano su guarida, donde pasaba las horas diurnas protegido dentro de un ataúd, como había hecho antes por miles de años en otros muchos lugares. Ahora habitaba esa casa que él mismo había construido en esas tierras que él consideraba nuevas, muy lejanas de sus viejos hogares, muy lejanas de su vieja familia.

La casa comenzó a impregnarse con el olor que a él le gustaba, a hogar, a comida, a pan recién horneado, a frijoles calientes, a mantequilla derretida. Se escuchaban los tacones de la mujer por la cocina que iba disponiendo todo para la cena.

El sol se escondió y Deón subió por las escaleras, usaba un largo abrigo negro. Su piel era muy blanca, sus cejas gruesas y pestañas tupidas y negras hacían relucir sus grandes ojos verdes rasgados. Al ir subiendo las escaleras de madera, que crujían a cada paso, el olor de la cocina era más intenso, pero a ese olor se sumó el del perfume de Julia que olía a rosas. La miró poniendo la mesa en el antecomedor de la pequeña cocina.

—La cena huele muy bien —, dijo Deón mientras cerraba la puerta del sótano, Julia no contestó de inmediato, ya que estaba muy ocupada en su tarea: puso tres platos en la mesa en sus respectivos lugares, cubiertos y servilletas, regresó al mueble de la cocina donde tenía la comida.

—Solo son molletes —dijo ella sin voltear a mirar al alto hombre de ojos verdes. Partió los bolillos, acercó el queso y la mantequilla y continuó preparando la cena —¿Nos acompañaras esta noche?

—No, hoy no.

—Negocios en la ciudad —, murmuró Julia con cierto tono irónico.

—Julia... –el inmortal dio un paso para acercarse a ella. Julia dejó lo que estaba haciendo y abrazó a Deón.

—¿No esperarás a la niña?

—Debo irme ya, pero volveré temprano —. Separó a la mujer de su cuerpo y caminó hacia la puerta de la cocina que llevaba al patio trasero. Abrió la puerta y se quedó un momento recargado en el marco observando a Julia, el tambor de su pecho parecía tocar a un ritmo distinto, la deseaba.

La mujer llevaba el cabello suelto, un vestido por debajo de la rodilla, no muy ajustado, pero definía muy bien su figura, sus senos redondos, su cintura esbelta y sus caderas anchas, los tacones ayudaban a definir esas pantorrillas bien ejercitadas. Los verdes ojos de Deón resplandecían, Julia lo notó, pero hizo como si no lo viera, siguió acomodando las cosas en la mesa y quitó el plato y los cubiertos que debía usar el inmortal, entonces, ella giró la cabeza y con el cabello caído hacia enfrente casi cubriéndole el rostro, le guiñó un ojo al vampiro.

Deón cerró la puerta, bajó unos escaloncitos y escuchó dentro como Julia llamaba a la pequeña Adara. Levantó la cabeza para mirar el cielo pintado de gris, azul y negro, esas nubes lo ocultarían y podría viajar fácilmente hacia la zona más poblada de la ciudad.

Sintió como el viento revolvía su cabello mientras poco a poco se iba elevando, hasta que fue subiendo más y más rápido y se perdió en la oscuridad de la noche.

Deón, el vampiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora