Capítulo 1

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-Capítulo 1-

Cuando el timbre sonaba, los alumnos, como hormigas al dulzor, se aglomeraban en el patio de la Preparatoria Juan Ruiz de Apodaca. Era un descanso bien merecido: cuarenta y cinco minutos. Ni uno más. Después, absolutamente todos los jóvenes regresaban a sus clases que duraban entre 6 a 8 horas en total, los hombres, sin embargo, todavía esperaban hasta casi el atardecer para ejercer fuertes ejercicios físicos. Esa era la nueva ley española. Finalizando el último año, el ejército, entonces, escogería a los varones mejor preparados, mejor disciplinados, y también, a los más capacitados. Si eras muy bueno en las ciencias, seguramente ya estabas fichado como una de las primeras opciones desde el principio, aunque claro, la voluntariedad estaba aceptada en cualquier momento. Pero nadie nunca lo había hecho. Nadie quería ir a la guerra. Ni si quiera los presos. Todo mundo sabía que si pisabas tierra en guerra, nunca regresabas, o al menos, no sin antes haber perdido una extremidad en la labor.

Para cuando la noche se avecinaba, los hombres, agotados, se dirigían a sus casas. A algunos, depauperados, les costaba caminar, otros, con suerte, lograban tener un aventón, pero Franco Vela, prefería la bicicleta. Aún con el dolor punzante en sus delgadas piernas, pedaleaba la subida que dirigía a su hogar, pero a mitad de la cuesta, bajaba del biciclo y escogía caminar. Su flaca complexión le hacía parecer un joven desnutrido, pero de eso tenía poco. Su familia era una de las más ricas de la zona, su padre, era el Comandante en Jefe de la Primera Armada Española, y esa era la razón por la cual muchos de los muchachos de su colegio veían a Franco como una figura de respeto, aunque eso a él no le gustara tanto. Tenía en realidad pocos amigos. No confiaba en la gente. Mucho menos, en los jóvenes de su edad. «Son una pérdida de tiempo», decía. Cuando llegaba a su casa, su madre le daba de comer y se sentaba con él para acompañarlo. Hablaban poco, se preguntaban cosas ordinarias como "¿Cómo estuvo la escuela?" o "¿Qué hiciste hoy?", y luego, Franco sólo subía a su recamara, hacía su tarea, leía, y platicaba por Internet sobre lo que haría el fin de semana. Después, veía la televisión hasta que el sueño lo invadiera. Al día siguiente, se levantaba temprano para ir a la escuela, era siempre el primero de su grupo en llegar, se sentía orgulloso por ello, y esperaba hasta que comenzara su clase sentado en su pupitre escribiendo cualquier cosa que pasara por su mente, aunque aquello no tuviera sentido. En los descansos prefería estar solo, pocas veces se reía, no socializaba mucho y tampoco jugaba otra cosa en el patio que no fuera damas chinas o ajedrez. Cuando las clases terminaban, iba al patio a ejercitarse, no porque quisiera, sino porque de otra forma tendría una sanción. Hacía todo lo que le decían que hiciera, y nunca mostraba disgusto alguno, incluso cuando los de mayor grado lo empujaban y se burlaban de él. A Franco no le importaba en lo más mínimo. Una vez acabado el adiestramiento montaba su bicicleta y regresaba a casa.

Al día siguiente, era de nuevo lo mismo.

**********

En el momento en el que la alarma sonó, Franco supo que debía levantarse aunque su cuerpo no lo quisiera. Se quedó unos minutos sentado en la orilla de la cama y después se dio una ducha. Salió, se colocó el uniforme escolar y untó en su rostro protector solar, inmediatamente, su cara se tornó roja a causa de la rosácea y eso lo hizo enojar. Bajó las escaleras, le dio un beso a su madre aún dormida y salió de casa. Descendió la cuesta y tomó un atajo hasta que cinco minutos después llegó a la escuela. No había mucha gente, dos o cuatro personas en el pasillo, y entró en su salón. Se sentó, abrió una libreta y escribió hasta arriba de la página “Este es el cuento de la rana dormilona”. Siguió escribiendo hasta que de repente se percató de que la mayoría de sus compañeros ya estaban en el salón y en cuanto entró la profesora, puso atención. Pero más tarde se aburrió. Estaba escribiendo: “El nombre de la rana era Manuelo, era verde y tenía una extraña protuberancia en su espalda. Pero no era una protuberancia cualquiera, en realidad, era su hijo, que siempre se posaba en su lomo para dormir. Dormía la mayoría del día por alguna extraña razón.”, cuando, de pronto, el compañero de atrás le llamó por su nombre.

—¿Cómo lo sabes?—le preguntó.

—¿Saber qué?—le devolvió la pregunta Franco, desconociendo lo que trataba de explicar el muchacho detrás suyo.

—Lo del director, ¿cómo sabes que es un traidor?—dijo el muchacho, su voz era exaltada, como si estuviese nervioso y emocionado a la vez.

—¿El director es un traidor? ¿De qué hablas? ¿Traidor de qué?

—Ya, no tienes que ocultarlo, te vieron colocar esos carteles. Saben que fuiste tú quién los hizo.

—Hacer qué—Franco comenzó a preocuparse—. No sé de qué hablas, me estás confundiendo con alguien más.

—No. Fuiste tú. “Franco Vela” dicen, eres el único en toda la escuela con ese apellido, no hay nadie más. Incluso…—se detuvo el muchacho al verse interrumpido por otra voz que retumbó en toda el aula.

Era el megáfono de la institución que resonaba: “Franco Vela, por favor, presentarse en la dirección inmediatamente. Repito, Franco Vela, favor de presentarse en dirección inmediatamente.”. Franco se asombró. Era la primera vez que su nombre se pronunciaba tan fuerte y estruendosamente. Se puso de pie y todos sus compañeros lo vieron con miradas punzantes, como si supieran algo terrible. Se dio cuenta de que pasaba algo malo. Se puso nervioso y tropezó levemente con uno de los pupitres, pero rápidamente recobro la compostura. Miró a su mentora y su mirada era la misma. ¿Qué había hecho para causar tales semblantes? Se sentía vulnerable. Salió al pasillo y lo que vio le quitó el aliento. Todo estaba repleto de carteles. Las paredes, ventanas, puertas e incluso el suelo. No había piso, más que papeles. Recogió uno, y al leerlo, se percató de que estaba metido en un gran lío.

“¡¡TRAIDOR A LA PATRIA!! EL DIRECTOR DE ESTA INSTITUCIÓN HA ESTADO ENVIANDO INFORMACIÓN A LOS DEL CONSEJO INSURRECTO PARA UN PRÓXIMO ATAQUE, ES PAGADO POR ELLOS A CAMBIO DE USAR ESTA ESCUELA COMO “BODEGA” DE OPERACIONES PARA ATACAR AL EJÉRCITO FRANCÉS E INGLÉS”

«Yo no sería capaz de semejante cosa», se decía Franco. Y él lo sabía, ¿por qué alguien como Franco usaría carteles para expresar tal objeto? No entendía nada. Sabía de su inocencia. «Pero, ¿por qué me culpan a mí?» se cuestionaba. Hace media hora, este mismo pasillo se encontraba más que limpio. No era posible. Alguien le había jugado una broma muy pesada, y no era amigo suyo. Con miedo de lo que pudiera pasar, entró en la dirección e inmediatamente sintió la pesada mirada de la secretaria. Era la misma que había visto en sus compañeros. Rígida y tétrica.

—El director lo espera, joven Franco—le dijo la mujer y le abrió la puerta.

Estaba tan nervioso que por primera vez en su vida experimentó el sudor en las manos. Le costaba hablar, tartamudeaba. La habitación era pequeña y tenía un olor a café recién hecho. En el fondo, estaba  un hombre con una copia de los miles de carteles esparcidos por todo el colegio. Tenía mucho cabello y una barba negra, manos grandes y velludas. Se puso de pie y miró a Franco con enojó. Sus ojos se abrieron como platos.

—¡¿Eres tú el responsable de esto?¡—gritó el hombre.

—No señor—dijo Franco con voz frágil.

—¡Esto no es para nada gracioso! ¡¿Crees que es gracioso?!—el director se acercó a Franco y le mostro los carteles en su cara, luego los tiro con fuerza hacia el suelo. Franco estaba casi petrificado.

—No me es gracioso, Señor. Pero como ya le dije, yo no lo hice—respondió mirado al hombre a los ojos.

Se miraron un tiempo, los ojos, en el hombre,  parecían salirse de su lugar.

—¡Fue tu padre verdad! ¡Él te dijo que hicieras esto!

—Mi padre nunca me pediría tal cosa. Está en la guerra, no tiene tiempo para situaciones de esta índole.

El director tomó a Franco del cuello y lo apretó. Parecía no respirar.

—Mira, muchacho. Tu padre es un hombre cobarde ¡Sin escrúpulos! ¡Debería meterte a prisión por jugar con mi perfil personal!

Tiró al muchacho y éste azotó su cuerpo fuertemente contra el suelo. Franco estaba aturdido, quería ponerse de pie, pero parte de su cuerpo no respondía, y cuando por fin lo hizo, una ensordecedora explosión se escuchó. Se percibieron gritos y luego un segundo estallido. Franco gateó hasta el escritorio, se acurrucó bajo él, y vio luego la habitación derrumbarse, y con ella, al director. Después, una nube de polvo nubló su vista hasta que sintió una fuerza en su espalda que lo desmayó.

Andante: Tempos de Metróno 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora