Capítulo 2

21 1 0
                                    

-Capítulo 2-

 Cuando Franco abrió los ojos, vio oscuridad. Todo estaba cubierto de escombros y de una espesa nube de polvo. Trató de levantarse de donde estaba, pero se dio cuenta de que uno de los libreros del cuarto había caído sobre el escritorio y lo había roto, dejándolo a él atorado desde la segunda mitad de la espalda para abajo; se movió en zigzag, como si imitara el arrastrar de una serpiente, hasta que logró zafarse. En frente suyo, estaba el director, tumbado en el suelo: tenía la cabeza aplastada por una gran parte de la pared de concreto, sus piernas estaban torcidas y uno de sus brazos tenía un corte desde la muñeca hasta el codo que dejaba fluir mucha sangre. Franco quedó horrorizado ante tal escena. No sabía qué hacer. Su cuerpo temblaba y sentía miedo. Salió tan rápido como pudo de ahí, pero todo estaba irreconocible, había fuego para donde sea que se viera y gente enterrada sobre pedazos del inmueble. «Nos bombardearon», fue lo primero que pensó, e inmediatamente pasó por su mente su madre y su hermana. Cogiendo, se dirigió hacia los rayos del sol apenas visibles entre el polvo, y al llegar, su corazón latió más fuerte. Vio a una de sus maestras sin una pierna y aún grupo de jóvenes agrupados sacando a otros más de los escombros. Las patrullas y ambulancias ya habían llegado y atendía a los aproximadamente más de cincuenta personas que estaban gravemente heridas. Había una joven de cabello rubio que había sufrido quemaduras en todo su cuerpo, y otro joven con ambas piernas totalmente desechas, otro más, tenía la cara desfigurada, y parecía estar muerto. Mucha gente lloraba, y eso a Franco le hizo un nudo en la garganta. El horror de la guerra en todo su esplendor. Miró hacia atrás y observó su escuela derrumbada, no parecía eso. Eran ahora ruinas en llamas. Recordó al muchacho que le preguntó por los carteles y se preguntó si todavía seguiría con vida. De pronto, una explosión volvió a sonar, todos se cubrieron colocando sus manos en la nuca, pero no pasó nada. El sonido había llegado desde lejos. Franco alzó la mirada, una columna se alzaba en lo alto de la ladera. Observó bien desde donde provenía el tufo y entró en pánico. La humareda venía de su casa. Corrió hasta la cuesta y subió. Docenas de personas la bajaban velozmente, llevaban a sus hijos sobre sus espaldas, brazos y hombros, algunos, llevaban gente herida. Franco atravesó a la multitud, chocaban contra él, y por un momento pareció caerse. Cuando llegó hasta arriba, vio a su hogar desecho, todo alrededor de ella sucumbía ante las llamas. Su corazón latió aún más fuerte, lagrimas empezaron a brotar de sus ojos. «¡Madre!, ¡Madre!», gritaba con todas su fuerzas, nadie respondía, y para cuando estaba a cuatro metros de lo que antes era su morada, notó que no había ya nada con vida dentro. Todo el mundo sentía que iba lento. Cayó hacía atrás y rompió en llantos. No quería ni acercarse a ver. Tenía miedo. El fuego y la visión del cuerpo sin vida de su madre y hermana lo mantenían distante. Se sentía solo, y también, sin ganas de vivir.

 De pronto, un hombre lo tomó de uno de sus brazos y lo levantó. No parecía escuchar lo que le decía. «¡Levántate, levántate!», exclamaba. Su rostro irradiaba miedo también, y horror. Tenía la cara y manos negras, quizás por las cenizas, y la ropa rota. Franco parecía estar ido. No mostraba respuesta alguna, sus ojos estaban rojos por el llanto y miraban al vacío. El sujeto lo sacudía. «¡Amigo, tenemos que salir de aquí!», le gritaba, pero no reaccionaba, de modo que puso uno de sus brazos alrededor de su cuello, y llevó a Franco de ahí. El hombre se percató de la herida que poseía en su pierna izquierda, estaba sangrando, y lo ayudó a caminar. Bajaron la ladera y lo llevó hasta una ambulancia cerca de la escuela y allí lo dejó. Franco parecía muerto. Muy dentro de él lloraba, aunque las lágrimas ya no bajaran por sus mejillas. El intenso horror las había detenido. Pasó por su mente el rostro de su madre y la risa de su hermana, y eso, le dolió aún más. No sabía qué hacer, a dónde ir, o a quién acudir. Jamás lo pudo haber previsto. Pensó en lo poco que había convivido con ella y en lo escaso que habían compartido ambos, no pudo decirle por última vez cuanto la quería. Todo, para él, parecía haber acabado en ese momento.

Andante: Tempos de Metróno 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora