-Capítulo 3-
La señorita Perill era una mujer ya vieja residente de Sudáfrica que, aunque en realidad era inglesa, se había mudado al país del arcoíris hacía ya 10 años, y le había encantado. Cada mañana como hoy, después de despertar, recogía su canosa cabellera, iba al buró que tenía hasta la esquina más retirada de su habitación y allí abría un cajón en donde tomaba un pequeño frasco con diminutas pastillas. Tomaba tres de ellas, y luego pensaba en su muerte. Realmente la anhelaba, sin embargo, estaba tan segura de su mala suerte que sabía que a su cuerpo todavía no le correspondía perecer. Cuando volvía en sí, después de un trance recurrente a la mortalidad, se quitaba la pijama y se dirigía, como de costumbre, por uno de sus vestidos floreados que tanto le gustaban, algunos de ellos estaban tan desgastados que el sólo caminar los rompía de vez en cuando, razón por la cuela su vestimenta normalmente consistía en enmendaduras de tela gruesa. En el momento que terminaba su humilde desayuno, se dirigía a la parada de autobuses y allí, junto con otro gentío, esperaba a que el colectivo llegara; si se mostraba afectiva probablemente establecería una conversación con un desconocido, de lo contrario, se encontraría sola en uno de los asientos del autobús mirando a través de la ventana del vehículo. Lo que veía siempre le conmovía, personas se aglomeraba en las calles, dormían, comían y pasaban el resto del día ahí. La gente les decía los “méndigos” y los miraban con caras diferentes, ninguna de ellas amable; pero Perill sí lo hacía, y cada fin de semana les repartía un poco de ropa vieja que ya no usaban en el orfanato, se sentía tan bien cuando hacía eso que sólo pensaba en su pedestal en el cielo, “Debe estarme esperando un festín allá arriba”, decía muy orgullosa por sus actos.
Al bajar del autobús, luego de un viaje de veinticinco minutos en él, Perill ya estaba preparada para un nuevo día en su trabajo. Su rostro no lo demostraba, pero muy adentro de ella le resultaba agradable hacer las cuentas del día. Caminaba poco entre el fino polvo del terreno sin pavimentar, hasta que llegaba a una gran construcción similar a una capilla que parecía ser provisional, abría la enorme reja que la aseguraba y un gran número de niños se aglomeraban entre sus piernas como aclamando por sustento. “¡Ha llegado Perill!¡Ha llegado Perill!”, exclamaban todos en un grito festivo. Perill acariciaba sus cabellos y entraba al interior del edificio, saludaba a otros empleados y cuando llegaba a su oficina, casi al final de un interminable pasillo, se quitaba su rebozo, se sentaba en su escritorio que ocupaba casi todo el espacio de la reducida habitación, y comenzaba a laborar. “¿Por qué no me dan una de esas cosas que todo el mundo usa? ¿Cómo se llaman?…Ah, sí, ordenadores”, se quejaba muy a menudo, y no veía el por qué no, si todos los días hacía desmesuradas cantidades de operaciones en una minúscula calculadora con apenas visibles teclas. Pero no podía quejarse, era este empleo, o ser deportada de nuevo a Inglaterra, lugar, que ahora, era uno de los peores lugares para vivir con tanta inseguridad en las calles. Había escuchado de ataques terroristas, secuestros y asesinatos a plena luz de del día, y eso, le preocupaba. No había sabido nada de sus hijos en años, así que siempre pensaba lo peor. “Ya están muertos”, meditaba. A veces, lloraba. Pero ya no. Por ahora, sólo esperaba el día de su muerte, que, según en sus palabras “ya se avecinaba”. Mientras estaba haciendo su trabajo, un hombre joven entró a la habitación e inmediatamente Perill lo reconoció, era el cartero.
—¿Cómo está usted hoy, Perill?—dijo el muchacho.
—Como siempre, Bernard, desperdiciando la vida—respondió Perill mientras tecleaba en la calculadora y no dejaba de hacerlo, no despegaba la mirada de los números impresos en los bonches de hojas que estaban sobre su escritorio.
—Usted siempre tan propia ¿Sabe? Hoy es cumpleaños del conserje Hogg. Vaya al comedor en treinta minutos. Le hemos comprado un pastel.
—¿Ese señor todavía trabaja aquí?—preguntó a modo de burla—. Como sabes, Bernard, tengo mucho trabajo, y entre que lo hago y llega la hora de salida, sólo tengo un tiempo de diez minutos para comerme mi comida, después llego a mi casa únicamente a dormir. No quiero tener retrasos.
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Andante: Tempos de Metróno 1
Historical FictionEl mundo se encuentra inmerso en una guerra conocida popularmente como La Lid. Franco Vela, joven español, al ver la situación por la que pasa España, decide junto con su familia mudarse a Arfebia, un país europeo no tan afectado. Ahí encontrará un...